La misma historia de terror, por séptima vez
Hay público para todo tipo de películas, porque dice un viejo refrán que "en materia de gustos y colores no hay nada escrito". Sin embargo, cuando se trata de obras como ésta, perfectamente calificable como torture porn , la cosa cambia.
La serie de films El juego del miedo , que ya va por su séptima entrega, no es más que eso, una rutina sangrienta llevada al límite de lo tolerable para cualquier ojo sensible. Vacía de contenido, sus argumentos son más elementales que los de cualquier mala película de clase ultra B.
Tratemos de ser breves: John Kramer (apodado Jigsaw) es un conocido asesino en serie, una especie de justiciero (¿?) sui generis que arma aparatos en los que pone a prueba a sus víctimas muchas veces en pareja: una sobrevivirá gracias al fracaso de la otra, y así sucesivamente. En este episodio, Umbrella Health es una empresa de seguros médicos dispuesta a frenar los tratamientos que no implican un buen negocio, entre ellos el cáncer avanzado del citado criminal, que decide vengarse de cada uno de los miembros de esa empresa, entre ellos su CEO. También están el siniestro forense Hoffman, varias máquinas picadoras de carne humana y un final con ácido fluorhídrico y tripas al aire. En síntesis, una rutina muy parecida a la del episodio inmediato anterior, y así sucesivamente.
Para ser claros: hay quienes les gusta este tipo de películas simuladoras de torturas. Es todo un derecho. Pero eso sí, negar que se trata de un cine que abreva en el sadismo conlleva una decisión, y no se trata de una decisión común y corriente, sino una que implica una buena dosis de perversión.
En primer lugar, El juego del miedo VII se ubica en las antípodas del buen gusto y en consecuencia del cine serio, aunque tenga seguidores que valoran este tipo de subproductos con calificativos que le quedan grandes.
Es justo reconocer que hay excelentes películas de terror, desde Suspiria hasta Carrie y El resplandor . Pero ni por asomo éste es uno de esos casos, sino todo lo contrario. Surge entonces una pregunta: quienes las consumen -y son muchos- ¿se divierten con este tipo de propuestas una, y otra, y otra vez? La respuesta no es alentadora: parece que sí.