Lo que nunca me gustó de la saga de El juego del miedo es el trasfondo moralista que los guiones le imprimían a las películas, como si la historia de un asesino sádico y con aires de superioridad ética como Jigsaw y la de sus víctimas sometidas a pruebas físicas imposibles no alcanzara para hacer buen cine de terror. Así, la mayoría de las entregas eran, al menos en potencia, ese buen cine de terror (aunque pacato y reiterativo) que caía bajo el peso de sus planteos interminables sobre el castigo y la redención. Por eso es que esta séptima parte es lo mejor que haya dado la serie en mucho tiempo. La película dirigida por Kevin Greutert atiende a los personajes y a la acción mucho más que a los discursos sobre la justicia, y muchas escenas con muertes salvajes se muestran libres y hasta casi gratuitas, como si la franquicia estuviera aprendiendo que un relato de ribetes morales no lo es todo, que el terror también puede ser la sola visión de cuerpos destrozados y que el gore no siempre necesita de tanta justificación narrativa. Algunas de las mejores escenas de El juego del miedo 3D, como la del inicio a la luz del día (ahí ya hay un síntoma de cambio, se sale a la superficie) o la del grupo de amigos acusados de racistas, se encuentran encajadas en la trama por fuera de la historia principal y sus víctimas no guardan ninguna relación con los protagonistas. También hay un sueño que desde el primer instante se percibe como tal sin que eso le quite fuerza a la escena, que en cierta medida señala el pico de madurez de una serie que se permite regodearse en la sangre y la violencia con más libertad que nunca.
Otro punto a favor es el de haber apostado definitivamente a la construcción de un nuevo villano: el detective Mark Hoffman, un duro que parece sacado de una película de acción, se revela como un digno sucesor de Jigsaw sin toda la parafernalia misteriosa y grave de aquel. A Jigsaw casi ni se lo ve, y ese es otro signo de aprendizaje: mientras que las películas anteriores dependían constantemente de los flashbacks para explicar y recordar los hechos de una trama demasiado enrevesada y tirada de los pelos (trama que seguía explotando a un villano que ya había muerto hacía bastante tiempo), El juego del miedo 3D se dedica mucho más a contar una historia propia que no entabla con las demás partes más que la conexión mínima necesaria para encolumnarse como otra entrega de la serie.
En cuanto al 3D, la función en dos dimensiones permite adivinar algo de la propuesta del director: lo que hay apenas son vísceras que salen de la pantalla y objetos que se le revolean por la cabeza al espectador, o sea, búsqueda de impacto fácil y poco trabajo alrededor de las posibilidades del 3D. Sin embargo, esta última entrega es por lejos lo más interesante que haya ofrecido la serie desde sus inicios hace seis años. El juego del miedo 3D, si bien con algunos problemas, es un exponente más o menos prometedor que habla de las posibilidades que ofrecen el terror y el gore como productos mainstream cuando los realizadores confían en sus personajes y en los materiales con los que cuentan.