La sangre represora
Es cuanto menos llamativa y hasta encomiable la pulsión de la franquicia de El juego del miedo por convertirse en una saga con todas las letras, con una historia coherente que sirva como hilo conductor y personajes con todo un entramado detrás. Se ven esfuerzos denodados por atar cabos y explicar diversas acciones a través de otras reacciones, y viceversa. Como si se quisiera construir toda una leyenda, un objeto de culto sólo para entendidos.
El problema es que toda esa edificación, toda esa red conceptual, se cae a pedazos al primer soplo. Es todo un castillito de arena construido con ladrillos de moralina barata, violencia gratuita y pornográfica, arbitrariedad total en las diversas tramas.
Este, el séptimo capítulo, es supuestamente el último, el final de la franquicia. Sin embargo, la sensación de un círculo cerrándose por completo está lejos de ser lograda. Es más, da la impresión de que todo está preparado para una octava entrega. Todo es puro estiramiento, una progresión que se convierte en una sucesión de tropiezos.
Pero lo peor es esa violencia cuasi masturbatoria, con una escena de tortura tras otra, enmarcada en una moral opresiva, represiva, racista, machista y misógina. Esto se ve potenciado por el 3D, que funciona como excusa para los realizadores para arrojar tripas y sangre a los rostros de los espectadores.
Hubiera sido grato poder decir que El juego del miedo 3D causó sensaciones parecidas al miedo, el horror, el espanto. Pero es sólo una conjunción de avivadas que pretenden ser inteligentes. Pretender no significa ser. Y las siete películas de El juego del miedo nunca fueron.