Tortura a repetición
La tortura está de moda, al menos en el cine y principalmente en Hollywood, aunque quienes hayan visto la pretenciosa y ridícula El anticristo , de Lars Von Trier, un filme tortura(dor) en sí mismo, podrán constatar que este género popular imprecisamente bautizado como tortura porno excede a la producción en serie de filmes con estructura de video juego y sadismo primitivo dirigido a un supuesto espectador ideal, ese personaje conceptual denominado “joven”.
El juego del terror propone una intersección azarosa: Arkin, un obrero de la construcción, viene trabajando en la casa de una familia de ricos. Su (ex) mujer, con quien tiene una hija, debe dinero, y no es precisamente un banco su deudor, por lo que corre riesgo su vida. Perdedor insalvable, Arkin decide robar a sus contratistas y pagar la deuda de su mujer.
El problema es que en la noche del atraco se encontrará con un personaje siniestro. La casa será un gran cuarto de torturas. Un hombre enmascarado ha convertido cada perímetro del inmueble en un cuchillo. Es un coleccionista de hombre vivos y mutilados. Quizá se identifica con las arañas, pues la red de cables con filo que atraviesa las habitaciones remite un poco a la tela de los arácnidos (la escena más tierna de la película involucra una araña, aunque El Colector se lleva bien con los perros). Una vez encerrado, el héroe en cuestión intentará salvar a algunos miembros de la colección viviente, y en especial a la hija menor de la casa, que se parece a su hija.
Después de siete episodios de El juego del miedo , en donde el gurú inconformista Tobin Bell partía de la premisa, propia de su bizarro existencialismo sádico, de extremar el miedo y el sufrimiento como método destinado a valorar la vida, llega ahora de mano de los guionistas de la saga otra criatura malvada, incapaz de articular una sílaba, pero capaz de relamerse tras su máscara cuando espía a una pareja a punto de hacerlo. El reemplazo de Jigsaw por este Cuasimodo desprovisto de subjetividad es un descenso a un abismo irredimible.
El legítimo género de terror alcanza aquí su grado cero conceptual: torturar, torturar, torturar. Es decir: repetir un mecanismo hasta el hartazgo y no encontrar jamás en la variación algo que suscite un rastro mínimo de vida inteligente. Un hipotético apologeta dirá: “Los sistemas de tortura y las trampas dentro de la casa son originales”, una evaluación generosa, pues la complejidad del diseño en red exige tanto como una partida de Ta-Te-Ti.
En la era del cine-clip, El juego del terror es el paradigma perfecto de un espectador concebido como zombie frente a un estímulo visual que por tara y costumbre llamamos cine.