El regreso de las togas y los martillos
Hubo una época en la que Hollywood producía películas que hacían de la argumentación oral un auténtico arte, historias de complejidad variada y resultados diversos, pero siempre hiladas por la necesidad de un espectador dispuesto a armarse de paciencia y concentrar la atención auditiva en el seguimiento de la esgrima dialéctica. Así, convirtiendo palabras en dagas dispuestas a socavar la resistencia intelectual del rival, las películas de juicios se vinculan con las tradiciones más saludables del cine norteamericano, con 12 hombres en pugna y Anatomía de un asesinato como sus exponentes emblemáticos. Tradición saludable y tristemente perimida, ya que después de su esplendor en los ’90 y primeros años del 2000 (Cuestión de honor, La verdad desnuda, Tiempo de matar, Una acción civil, Tribunal en fuga y siguen las firmas) y la expansión a la televisión (La ley y el orden, Los practicantes, Boston Legal), el género entró en un franco declive irrumpido por excepciones cada vez más esporádicas, con la subvalorada Culpable o inocente (2011) como último ejemplar. Dicho esto, la buena nueva detrás de El juez es el regreso de las togas, los martillos, los abogados, los jurados y los denied a las pantallas nacionales, más no sea entreveradas en un dramón acerca del pasado irresuelto de los vínculos familiares y un somero homenaje a los impartidores de la ley.
El film de David Dobkin, el mismo de las comedias Los rompebodas y Si fueras yo, bien podría llamarse Agosto en el estrado. Como en la adaptación de la obra de Tracy Letts, el punto de partida para el pase de facturas es el reencuentro familiar a raíz de una pérdida, generada en este caso no por la desaparición abrupta del patriarca, sino por la muerte de la madre. Esta situación es la excusa perfecta para el regreso de ese próspero, exitoso y algo pedante abogado que es Hank Palmer (Robert Downey Jr.) a su pueblito natal. Allí quedaron sus dos hermanos y, claro, el padre y respetado juez de la comunidad (Robert Duvall a puro gruñido estilo Eastwood en Gran Torino). Los cuarenta minutos iniciales están dedicados al reencuentro del protagonista con su pasado (primera novia incluida), la puesta al día con sus hermanos (Vincent D’Onofrio y Jeremy Strong) y la exhibición de las primeras rispideces entre padre-hijo. La segunda parte arranca cuando el juez vuelve a casa con el auto destruido y el paragolpes pintarrajeado de sangre la misma noche en la que aparece un cadáver arrollado a la vera de la ruta. Para colmo, el letrado tenía algunos asuntos pendientes con el fallecido. Pero Estados Unidos es, según el film, un país justo y no hay reputación que valga, así que Palmer Sr. pasará un tiempo entre rejas. Salvo, claro, que consiga un buen abogado. Como Hank, por ejemplo, quien mientras comienza a bucear en el caso seguirá embarcado en la aventura de reencontrarse con el hombre que alguna vez fue.
Con todas las cartas ya presentadas, El juez cocinará las diatribas familiares a fuego lento y previsible, entre fojas, estrategias y vericuetos legales ante el inminente juicio. Juicio cuya resolución es secundaria, ya que el centro es la contraposición de las visiones sobre el pasado y el presente personal de cada uno de los protagonistas, los fundamentos laborales y los secretos silenciados durante años. Que ambas vertientes convivan sin tirarse de los pelos e incluso con cierta armonía es producto de una narración hecha con oficio y soltura (otra vez Eastwood como referente, ahora como cineasta) y de un elenco lustroso y justísimo dispuesto a salvaguardar la integridad del film evitándole el golpe bajo y la lágrima fácil.