Sinceridad y aprendizaje
La semana pasada se estrenó Perdida, una película que se va construyendo a partir de la exposición capas, de superficies discursivas, que son deconstruidas en función de una narración plenamente consciente de sí misma, que a pesar de su tono indudablemente sarcástico, ácido y cínico consigue llegar a lo más profundo del espectador y sacudir sus perspectivas. No deja de ser llamativo que una semana después Hollywood nos traiga El juez, otro film de capas, de lugares comunes bastante engañosos, también utilizados con total consciencia, pero con un objetivo totalmente distinto: si la cinta de David Fincher lo hacía para desnudar sus mecanismos internos y su carácter mentiroso, la de David Dobkin lo hace para convertir a esos lugares comunes en herramientas de verdad.
En un monólogo memorable de Ratatouille, el crítico culinario Anton Ego afirmaba, entre otras cosas, que los críticos solemos descansar y prosperar en los textos destructivos, que suelen ser fáciles y hasta divertidos de escribir. Esto es totalmente cierto y se puede notar cuando hay que escribir sobre una película como El juez, que está repleta de personajes que se refugian en la negatividad, que utilizan las verdades a medias, el rencor, el sarcasmo, las ironías hirientes e incluso el miedo como escudos frente a la verdad (completa, sin más vueltas) y la posibilidad de reconciliación. ¿Por qué es que los personajes no quieren enfrentarse a la verdad y a la chance reconciliación? Porque reconciliarse implica perdonar, y perdonar lleva a volver a querer. Y cuando se vuelve a querer, estamos en el horno, porque vuelve a hacerse presente el temor a la pérdida, es decir al dolor, a ese vacío que uno siente cuando la persona a la que se quiere ya no está. Eso es lo que le irá pasando a Hank Palmer (Robert Downey Jr.), un abogado cínico y canchero, que puede hasta darse el lujo de decirle a un colega “no tengo problema en defender siempre a los culpables: ellos son los que pueden pagarme, no los inocentes”. Cuando reciba un llamado donde le avisan que su madre ha muerto, deberá volver para el funeral a su pequeño pueblo de origen, en Indiana, del cual huyó raudamente en su juventud con la intención de no retornar. Allí deberá lidiar no sólo con su hermano mayor Glen, ex deportista frustrado (Vincent D´Onofrio) y su hermano menor Dale, quien tiene retraso mental (Jeremy Strong), sino también, y principalmente, con su padre Joseph, el juez del pueblo (Robert Duvall), con quien directamente no se lleva, básicamente porque se odian mutuamente. Sin embargo, no podrá irse tan fácilmente, ya que el padre es acusado de homicidio, luego de atropellar y matar a un hombre al que en su momento había condenado por homicidio.
Si ya la mezcla de drama familiar con thriller jurídico poseía una cantidad de estereotipos alarmante, El juez no se intimida y -de forma casi desafiante- sigue acumulando otras convenciones y subtramas: está la enfermedad terminal del padre, la potencial reconexión con un antiguo amor, Samantha (Vera Farmiga), y una posible paternidad recién descubierta, todo mientras Hank sigue tratando de dilucidar cómo conservará el vínculo con su hija Lauren, ya que su matrimonio se está cayendo a pedazos. Y lo cierto es que algunas líneas narrativas -más que nada la central- están mejor resueltas que otras, pero siempre se percibe en el film una voluntad por hacerse cargo de que lo que está contando ya ha sido transitado miles de veces, pero que aún puede ser contado nuevamente.
Hay un par de escenas que resumen el trabajo del guión, ciertas decisiones en la puesta en escena del director y las actuaciones de Downey Jr. y Duvall, que sirven para explicar cómo los potenciales defectos de El juez pueden transformarse en virtud: en la primera, Hank le explica a Lauren, que está por conocer al Juez -porque así lo llaman a Joseph, como reconociendo su carácter de autoridad permanente-, que bueno, que el abuelo puede ser un poco temible, pero que no se lo tome a mal. Lo que sucederá es lo previsible: el Juez se comportará como un abuelo que ve por primera vez a su nieta, es decir, como alguien que necesita casi desesperadamente brindar cariño. Uno puede intuir que hay una exageración calculada e impostada en el discurso previo, aunque también hay elementos de verdad, porque Hank lo ve a su padre realmente así, como un ogro al cual teme y odia al mismo tiempo, aunque también quiere amar. La segunda escena transcurre en el baño de la casa familiar: el Juez está cada vez peor de salud, vomita en el baño, se hace caca encima y ahí tendrá que estar Hank para ayudarlo, para evitar que se caiga, para ponerlo en la bañera y limpiarlo, mientras los dos tratan de disuadir a Lauren de que entre, diciéndole que se rompió una cañería, que el piso está resbaloso, que puede ser peligroso. La cámara no se regodea en toda la tragedia, se mantiene cercana y distanciada a la vez, y permite que en lo patético surja cierto aspecto hilarante, que hace a la situación mucho más llevadera, aunque lo que termina importando es lo que le sucede a los personajes. Ya el Juez es simplemente un juez más, un viejo más, un hombre al borde de la muerte, temeroso por el legado que dejará una vez fallecido y a Hank ya no le sirven las canchereadas típicas de su profesión, porque el asunto trascendió lo legal y es ahora familiar, él ha vuelto a ser el hijo, y encima es el hijo que empieza a darse cuenta que su madre ya no está y que su padre está también por irse muy pronto, aunque hay personas que van a seguir en su vida, y una de ellas está golpeando la puerta del otro lado.
Todo esto se ve y se siente porque Dobkin sale del estilo zumbón, ruidoso y frenético de Los rompebodas y se deja contagiar por el tono reposado y paciente de un guión donde sobresale la pluma de Nick Schenk (guionista de Gran Torino). Pero también a causa de que Downey Jr. toma su habitual pose relajada del “yo ya fui y volví” -que funciona, nos gusta a todos, pero corría el riesgo de empezar a desgastarse-, para problematizarla, para empezar a decirse y a decirnos que quizás le falta ir y volver unas cuantas veces más. Y porque Duvall sigue profundizando una estética de la fragilidad en sus apariciones, situando su capacidad de ser un referente en un lugar donde ya comenzó una despedida. Y también porque -vale decirlo- esto se extiende al resto de las actuaciones: hay en todo el film, a partir de las performances de D´Onofrio, Strong, Farmiga e incluso Billy Bob Thornton (como el fiscal que lleva el caso contra el Juez), personajes con varias pieles, con muchas cosas para decir desde sus miradas y gestos.
El juez es una película de cuerpos: de cuerpos desgastados por el tiempo, por el dolor, por los rencores, por el miedo. Cuerpos que atravesaron demasiado pero que descubren que tienen bastante aún por aprender. Cuerpos encarnados por figuras actorales que dieron mucho, que pasaron unas cuantas cosas, pero que revelan que puede barajar y dar de nuevo. Film de pérdidas, de despedidas, de reencuentros, de revelaciones, de dolor, El juez es más que nada un film de aprendizajes, siempre enlazados con la necesidad de ser coherente, sincero, honesto, consigo mismo y con los demás. El juez, como sus personajes, también realiza un proceso de aprendizaje a medida que transcurren sus minutos. Sin ser espléndida, aún con sus defectos, aprende a ser una gran película.