Alejandro Awada, la mejor apuesta de la película "El jugador"
La película de Dan Gueller es una adaptación libre del clásico de Dostoievski. El director toma riesgos en un notable despliegue de producción y con un elenco exquisito.
En la materia prima de esta película –el clásico de Dostoievski–, yace su fuerza y debilidad. El debut de Dan Gueller es un constante encuentro y desencuentro con la demencia dostoievskiana, a veces logrando atmósferas fascinantes y otras banalizando la historia con mañas del género policial.
Adaptar El jugador o cualquier novela de Dostoievski es un salto de fe: hay en el universo del escritor ruso un sello extremo e ineludible, una impronta profundamente adherida a la plástica literaria. Dostoievski se extravía en laberintos psíquicos para explorar la conciencia de sus personajes, meditar sobre sus tormentos y contradicciones. Trasladar al cine semejante densidad requiere sabiduría cinematográfica.
Aquí aparece el mejor aliado del director: Alejandro Awada interpretando al célebre adicto a la ruleta. Su trabajo gestual es brillante: un rostro curtido por el tedio, una voz arrastrada, un cuerpo pesado, cargado de frustraciones, pero que aún se electrifica ante el giro de una ruleta. Y no de manera maniática: lo de Awada es microscópico, sus ojos se desenfocan y la respiración se acelera contenidamente; tan bien transmite su lucha interna que hasta podemos notar la sequedad de su boca.
Dan Gueller por momentos pierde la confianza en su actor y toma malas decisiones. Quizás la más específica sea recurrir a planos de ópticas aberrantes para expresar con la cámara aquello que el actor ya logró con su interpretación. Estos tropiezos, sin embargo, no son tan graves como sí lo es la incompatibilidad de la novela dentro de un esquema de thriller, que induce a constantes forzamientos narrativos.
En El jugador, Dostoievski satiriza a una aristocracia decadente, expectante de la muerte de una anciana cínica para acceder a su herencia. El texto encuentra agilidad en la lógica del reconocimiento social del siglo XIX, pero aquí la adaptación crea un enroque y pone como epicentro el tráfico de drogas, o todo aquello que implica meterse con narcos. Dan Gueller pretende que este vodevil de armas y cocaína coincida con el espíritu novelesco, resintiendo la verosimilitud al límite. Sólo en escenas puntuales se alcanza una magia sórdida propiamente dostoievskiana.
Allí está lo mejor de El jugador, no en su conjunto sino en casilleros puntuales como la patética pelea entre hermanos, los planos que acompañan la soledad de Awada o cada intervención del recientemente fallecido Oscar Alegre, encarnando al abuelo hastiado del que todos dependen. La agria ironía del viejo le entrega al filme esa irreverencia que hubiese necesitado de principio a fin.