"El juicio", de Ulises de la Orden: siete años de horror en tres horas
Con la transmisión de ATC como material crudo, el film organiza el relato dividiéndolo en 18 capítulos que operan como bloques temáticos. Puede verse los viernes de abril en el Malba.
¿Es posible encapsular siete años de horror en tres horas? Suena difícil. Y si ese periodo corresponde al de la última dictadura cívico-militar, con todo su aparato represivo al servicio de la aniquilación de todo atisbo de espíritu colectivo, la cosa huele imposible. Estrenada en la última Berlinale y recientemente premiada en el reputado festival de documentales Cinema du Réel, El juicio asume el desafío mediante un notable trabajo de edición sobre un material de archivo cuya valía cuesta dimensionar: 530 horas de grabaciones del Juicio a las Juntas Militares realizado entre abril y diciembre de 1985 y del que, en su momento, apenas se emitieron tres minutos diarios, y sin sonido, por ATC, señal que sólo transmitió íntegro el alegato final del fiscal Julio César Strassera. De allí, entonces, que casi el total de los 177 minutos de metraje sea inédito.
Por si esa relevancia histórica no fuera suficiente, el nuevo trabajo de Ulises de la Orden –que empezó a idearlo hace diez años, mucho antes del fenómeno de Argentina, 1985, tal como contó en estas páginas hace un par de días es un ejemplo ético, político y cinematográfico. Un ejemplo que no hubiera existido sin las ganas, la perseverancia, la paciencia y la tenacidad del director de Río arriba y Desierto verde para concretarlo. Grabado originalmente en cintas U-Matic, gran parte del material original estaba en los archivos de la TV Pública y del Archivo General de la Nación, dos organismos que le negaron el acceso por temor a represalias políticas. Difícil que pueda recuperarse la tantas veces mencionada memoria colectiva si el Estado, que debería ser el primer interesado en que esto ocurra, pone palos en la rueda. Sobre todo, cuando se trata de una película que aporta ya no un granito, sino un volquete de arena a esa recuperación.
A la manera de las películas sobre la Rumania dictatorial realizadas por Andrei Ujica (Videogramas de una revolución, Autobiografía de Nicolae Ceaușescu), El juicio propone una relectura de aquellos videos, cortesía del editor Alberto Ponce, sin imágenes ni sonidos por fuera de los grabados hace casi cuarenta años y con el único agregado de las clásicas placas negras con letras blancas al inicio y al final de la película. Podría pensarse, entonces, en una larga compilación de testimonios, en una sucesión de hombres y mujeres iluminando ante el Tribunal las zonas hasta entonces más oscuras y psicópatas del terrorismo de Estado, siguiendo la cronología jurídica. Pero De la Orden y Ponce toman la sabía decisión de organizar el relato dividiéndolo en 18 capítulos que operan como bloques temáticos que van de lo general a lo particular.
Es así que todo arranca con la enunciación del Tribunal de la nómina de acusados, para luego adentrarse en las exposiciones iniciales de las partes. Allí queda claro la tonalidad discursiva de la defensa. O las defensas, en tanto los acusados reunieron 22 abogados abroquelados detrás de la idea de que salvaron a la Patria de la subversión y el virus del marxismo, que, si hubo excesos, fueron “individuales”, y que los merecidos vítores por su gesta llegarán cuando estén ante Dios. De allí en más, el film va adentrándose en la cocina del terror en boca de secuestrados, familiares de desaparecidos, especialistas, periodistas, militares y políticos que se sentaron ante el micrófono (y de espaldas a la cámara, una puesta en escena de por sí cargada de significado), deteniéndose en el rol eclesiástico, la responsabilidad empresarial, los métodos de tortura, la presión de los organismos internacionales, las metodologías de los secuestros, la rutina en los centros clandestinos y la apropiación de bebés y de lo que llaman “botín de guerra”, que no era otra cosa que los objetos de los detenidos.
El resultado es un film tan doloroso, desgarrador e incómodo en sus testimonios como apasionante en una estructura que aporta orden expositivo, pero también un ritmo y tensión dignos de los mejores thrillers jurídicos, con los cruces entre las partes y, sobre todo, entre el Tribunal y la Defensa a la orden del día. En esta última sobresale la figura del abogado de Roberto Viola, José María Orgeira, un tipo dispuesto a todo con tal embarrar el proceso. La primera vez que se lo escucha, por ejemplo, es para quejarse por el escaso lugar que les tocó en la sala, a lo que uno de los jueces responde que ellos son 22 personas y la fiscalía, dos. Tampoco faltarán quejas por la falta de jurisdicción civil en las acciones militares, por los horarios de las jornadas –que arrancaban a primera hora de la tarde y culminaban bien entrada la madrugada–, por los encuentros debajo del estrado de los testigos y hasta por ver mancillado su honor ante una frase de Strassera. Ni la mejor ficción podría imaginar un villano así.