Una película necesaria y verdadera que logra condensar un hito histórico en un apasionante relato sobre la justicia. El archivo utilizado de una manera gloriosa. 530 horas de grabación condensadas en casi tres horas de una valiente propuesta.
El Juicio a las Juntas se grabó por completo desde el inicio de las audiencias el 22 de abril de 1985 y hasta la sentencia final del 9 de diciembre, aunque en verdad del mismo solo se conocieron algunas partes, resúmenes diarios que los medios difundían con posterioridad. Esas 530 horas de materiales en U-matic se guardaron en distintos lugares (sobre todo en el exterior, como bien explica el director Ulises de la Orden en la entrevista que acompaña esta reseña), y recién ahora -gracias a la reivindicación de esa épica que hizo desde la ficción Argentina, 1985- vuelven a adquirir la relevancia que un hito de semejantes dimensiones nunca debió perder. Si alguien leyera que El juicio prácticamente no tiene agregados, que está armado exclusivamente con imágenes de los testimonios, podría pensar que se trata de una síntesis, de una mera reducción de las 530 horas originales a las casi tres que dura (así como el propio juicio se basó en solo 709 casos cuando en verdad fueron decenas de miles), pero en verdad es bastante más que eso. De la Orden encontró en medio de ese torrente de imágenes, de declaraciones, de preguntas y respuestas, de provocaciones y gestos, el material ideal para una construcción que coquetea con elementos de la ficción: personajes fascinantes y detestables, protagonistas y antagonistas, momentos emotivos, picos de tensión y hasta ciertos pasajes donde aflora el humor en medio del horror. No hay aquí un héroe definido sino más bien una decisión colectiva encabezada por los jueces, los fiscales Julio César Strassera y Luis Moreno Ocampo y las decenas de testimoniantes para llevar el juicio hasta las instancias finales, a pesar de las presiones del afuera (y también del adentro con abogados defensores dispuesto a todo para entorpecer el proceso). De la Orden detectó varios temas centrales (el debate sobre la existencia o no de una guerra con la pretendida “teoría de los dos demonios”, la represión indiscriminada, los métodos de tortura y las colaboraciones con otras dictaduras latinoamericanas, la apropiación de bebés y el robo de los patrimonios de las víctimas, los abusos sexuales, la delación y la dinámica esclavista, el exterminio y los vuelos de la muerte) y trabajó sobre cada uno de ellos a partir de múltiples testimonios que duran minutos o segundos, pero que sumados dan un panorama tan amplio como contundente. Una vez más, el director optó por la coralidad antes que por lo individual. Así, si bien hay varios “famosos” entre quienes cuentan sus historias o dan sus opiniones (Antonio Cafiero, Italo Argentino Luder, Magdalena Ruiz Guiñazú, Alejandro Agustín Lanuse, Ragnar Hagelin, Jacobo Timerman, Emilio Fermín Mignone, Pablo Díaz, Estela de Carlotto, Miriam Lewin, Graciela Daleo, Robert Cox, Arturo Frondizi, Graciela Fernández Meijide, Hipólito Solari Yrigoyen, Roberto Frigerio, Alfredo Bravo, Lila Pastoriza y Adriana Calvo de Laborde), es la forma en que El juicio despliega su abanico, la forma en que está estructurado y “armado”, la que lo convierte en una experiencia tan fascinante como, claro, desagarradora. La división en partes según las temáticas principales (De la Orden divide el relato con títulos como “Feroz, clandestina y cobarde”, “Ni siquiera en la guerra”, “Un ejército de ocupación”, “Nos iremos al Infierno”, “Estrictamente patrimonial”, “Detener la información”, “Ni siquiera ciudadanos”, “Naciones Unidas”, “A merced”, “La promesa”, “Los cuerpos”, “Nunca más”) permite establecer un modus operandi, una planificación, una estrategia muchas veces perversa y en casi todos los órdenes. Es cierto que la propuesta de El juicio resulta mucho más exigente y ardua que la de Argentina, 1985, pero para quienes se conmovieron con esa obra de ficción el trabajo de De la Orden surge como una muy bienvenida ampliación y profundización respecto de la abyección y el horror de aquellos años de sangre.
Es un documental imperdible. Es el resultado de un trabajo titánico hecho por Ulises de la Orden y su equipo que revisaron y resumieron todo el juicio a las juntas militares. Son 530 horas grabadas, en 90 jornadas analizadas por el director y su montajista Alberto Ponce. Primero fue una verdadera odisea para el realizador conseguir el material, con la ayuda de Memoria Abierta que es una alianza de organizaciones de derechos humanos que preservó, copió y garantizó el acceso que no resultó tan fácil y directo en nuestro país. Tanto que se debió recurrir a las copias de la Universidad de Salamanca y al Parlamento noruego. El resultado es de visión imprescindible para tener de primera mano un material que los argentinos nunca vimos. En esa época se difundían tres minutos diarios y sin sonido. La visión de este documental es una experiencia reveladora en más de un sentido. Desde gestos y actitudes a presenciar ese testimonio que rescata “Argentina l985”. No se lo pierda.
FUE JUSTICIA Es imposible evitar una comparación entre El juicio y Argentina, 1985. Empecemos por la conclusión: El juicio es mejor: es una película seria, sin chapucerías ni interpretaciones caprichosas de la historia y no intenta complacer al público con los recursos del cine más convencional. Argentina, 1985 se estrenó con gran estrépito, pero el interés por ella se ha desvanecido tras su excursión fallida a Hollywood y no es una película destinada a perdurar. El juicio, en cambio, tiene su futuro asegurado como documento cinematográfico de un hecho importante. El juicio es lo que dice ser: un resumen de tres horas del juicio a las tres primeras juntas militares de la última dictadura, que se llevó a cabo durante el gobierno de Alfonsín entre abril y diciembre de 1985. Es un trabajo sobrio y muy arduo, que no se aparta de las 530 horas registradas oficialmente en el tribunal. Desde luego, no es el juicio mismo, ni siquiera una versión en miniatura, ya que la selección y compaginación de las escenas y los planos son inseparables de una mirada y de un relato. Otros cineastas podrían haber hecho películas muy distintas a partir del mismo material de partida. También conviene destacar que (del mismo modo en que lo hace Argentina, 1985), la película queda encerrada entre un prólogo y un epílogo que hacen suponer que el juicio fue el primer paso, dado hace cuarenta años, de una lucha que hoy prosigue para que todos los culpables de delitos cometidos durante la dictadura terminen presos, aunque el sentido originario del juicio a las juntas no haya sido ese. Pero más allá de ese encuadre que podría definirse como militante y que es parte de otra discusión, la película es una ventana sobre un período funesto de la historia argentina. Detrás de la puesta en escena a la que las películas de juicios nos acostumbraron, detrás de cada testimonio, de las intervenciones de jueces, fiscales y abogados defensores o de los contraplanos del público, podemos observar el estado de la discusión en la sociedad argentina en esa época. La construcción narrativa de la película, planeada como una batalla retórica entre la acusación y la defensa es demoledora como demostración de la tesis principal de la fiscalía: que los crímenes cometidos por los miembros de las juntas y sus subordinados constituyeron tanto un plan sistemático como una aberración jurídica, política y humana que no admiten justificación posible y merecen la condena. En 1985 los participantes del gobierno militar y sus acólitos todavía se pensaban como héroes de una guerra que habían ganado y que estaban siendo juzgados sin derecho alguno. Esa afirmación es parte del alegato de Massera y de los razonamientos de varios abogados defensores (cada uno de los acusados fue representado por letrados distintos). La abrumadora superioridad militar de un bando sobre el otro y que podría haberse resuelto dentro de la ley, muestra que la hipótesis de la guerra solo fue una excusa para encubrir un gigantesco operativo de represión ilegal. Ese argumento falaz, del que hoy todavía quedan ecos, iba de la mano con otro: que fue el gobierno constitucional presidido circunstancialmente por Ítalo Lúder el que ordenó asesinar a los integrantes de los grupos guerrilleros, cuando el decreto correspondiente no hablaba de aniquilar personas. En cualquier caso, nadie puede sostener que el secuestro, la tortura, el ocultamiento de cadáveres, el asesinato de prisioneros, la sustracción de bebés y el robo liso y llano podían ser parte de un decreto emitido por el Poder Ejecutivo en democracia. Sin embargo, es lo que se les oye decir a los abogados: que la guerra que libraron les daba derecho a cometer todos los crímenes que las convenciones de Ginebra prohíben. Uno de los defensores llega incluso a justificar el pillaje y la apropiación de los bienes de los asesinados y desaparecidos como un legítimo botín de guerra. Tanto las páginas del Nunca más como las imágenes del juicio impiden sostener la hipótesis de la guerra sucia cuando lo que se juzgaba era una serie de crímenes atroces cometidos contra detenidos indefensos. Ni tampoco atribuir esas acciones aberrantes a excesos del personal subalterno: la acusación fue muy contundente a la hora de mostrar que los crímenes se cometieron en dependencias de las fuerzas armadas a lo largo del país y, como argumenta frente a los jueces Patricia Derian, la subsecretaria de derechos humanos del presidente Carter, es imposible que en un cuerpo de disciplina militar bajo una dictadura, los altos mandos ignoraran lo que estaba ocurriendo a esa escala. Por el contrario, la misma operatoria militar los hacía responsables de cada uno de ellos aunque se empeñaran en negar lo ocurrido. Tanto las escalofriantes declaraciones de las víctimas que sobrevivieron como la de los parientes de los asesinados son en la película lo suficientemente elocuentes como para tener una idea clara tanto de lo que ocurría en los centros de detención como de la cadena de complicidades asociada a un silencio corporativo frente a los pedidos de información de ciudadanos, abogados de derechos humanos (que también tuvieron sus desaparecidos) y gobiernos extranjeros. Además del argumento de la orden de Lúder, del de la guerra sucia y del de la ignorancia de los comandantes de lo que hacían quienes cumplen sus órdenes, la defensa intentó mostrar que las víctimas eran integrantes de organizaciones terroristas y, por lo tanto, culpables de otros delitos, lo que de algún modo disminuiría la culpa de los verdugos. Allí (y, personalmente, es algo que ignoraba del juicio) fue decisiva la intervención de los jueces, que se negaron a aceptar que a los testigos se les preguntara por su filiación o sus actividades políticas, lo mismo que a los familiares de las víctimas. De ese modo, desbarataron una maniobra que tendía a igualar a los torturados, asesinados y desaparecidos con sus asesinos. Fue una medida muy atinada de la Cámara que, para furor de los abogados que intentaban dar vuelta el sentido del proceso, invocó el argumento de que la culpabilidad de las víctimas no era lo que ese estaba juzgando. Al respecto, conviene recordar que Alfonsín pensó siempre que había que juzgar también por terroristas a los jefes sobrevivientes de las organizaciones armadas, es decir, aplicarles el procedimiento legal que los militares sustituyeron por su propio terrorismo clandestino. Y eso nos permite volver sobre un tema remanido, que se relaciona con la siempre denostada y nunca formulada teoría de los dos demonios. Frente a la teoría de que el gobierno militar y las organizaciones terroristas libraban una guerra, sería justo decir que no fue así pero, en cambio, cada uno de los bandos libraba su propia guerra contra el orden constitucional, contra la República y, en definitiva, contra el pueblo, mayoritariamente ajeno a esos propósitos de una y otra parte. Los militares no eran los enemigos de los guerrilleros ni estos de los militares, simplemente era un obstáculo para sus planes. El intento más oscuro de confundir las cosas, tuvo que ver con los relatos sobre lo ocurrido en la Esma y con el plan de Massera de llegar al poder por elecciones, empresa para la que utilizó a un grupo de prisioneros mientras otros eran arrojados vivos desde los aviones navales. Este horror dentro del horror es uno de los capítulos más siniestros de lo ocurrido en esos años. La película insinúa algo de lo que sucedió allí, cuando los defensores intentan establecer una colaboración por parte de los detenidos ilegales. Por último, si bien El juicio revela el horror de los centros de exterminio y muestra las estrategias de la defensa y la fiscalía, no dice una sola palabra sobre las condenas. Tras enunciarlas en un texto sobreimpreso, durante los títulos finales, se escuchan fragmentos, superpuestos entre sí de la lectura del fallo por parte de León Arslanian, presidente del tribunal. Aunque el fiscal Strassera había pedido nueve condenas a prisión perpetua, solo hubo dos condenados a esa pena, Videla y Massera. Hubo, además, cuatro absoluciones. La diferencia entre las penas se debe a la distinta acumulación de delitos durante el período en el que cada junta estuvo en el poder,de la diferencia entre los procedimientos criminales entre las tres armas y de las pruebas reunidas. En Argentina, 1985 hay un momento en el que alguien le pregunta al personaje de Strassera qué va ocurrir si no se encuentran pruebas, a lo que el fiscal responde “Si no hay pruebas, pediremos la absolución como corresponde”. Que El juicio termine con una superposición de voces que parece borronear el hecho de que hubo penas menores y absoluciones es, en mi opinión, otra concesión del derecho a la ideología, acaso un símbolo de las tantas que se registraron en estos años. Pero esas absoluciones son una prueba indirecta de que el proceso a las juntas, además de esclarecedor, fue justo y honró a la justicia argentina.
Filme documental sobre el juicio a las juntas militares de la dictadura entre 1976 y 1983. El director construye de muy eficiente manera todo aquello que aconteció solo dos años después del retorno a la democracia en Argentina. La sinopsis dice: 1985, Buenos Aires, Argentina. El juicio a las juntas militares de la última dictadura (1976/83), acusados por delitos contra la Humanidad. Como en Nüremberg luego de la Segunda Guerra Mundial, el juicio es enteramente filmado y registrado
"El juicio", de Ulises de la Orden: siete años de horror en tres horas Con la transmisión de ATC como material crudo, el film organiza el relato dividiéndolo en 18 capítulos que operan como bloques temáticos. Puede verse los viernes de abril en el Malba. ¿Es posible encapsular siete años de horror en tres horas? Suena difícil. Y si ese periodo corresponde al de la última dictadura cívico-militar, con todo su aparato represivo al servicio de la aniquilación de todo atisbo de espíritu colectivo, la cosa huele imposible. Estrenada en la última Berlinale y recientemente premiada en el reputado festival de documentales Cinema du Réel, El juicio asume el desafío mediante un notable trabajo de edición sobre un material de archivo cuya valía cuesta dimensionar: 530 horas de grabaciones del Juicio a las Juntas Militares realizado entre abril y diciembre de 1985 y del que, en su momento, apenas se emitieron tres minutos diarios, y sin sonido, por ATC, señal que sólo transmitió íntegro el alegato final del fiscal Julio César Strassera. De allí, entonces, que casi el total de los 177 minutos de metraje sea inédito. Por si esa relevancia histórica no fuera suficiente, el nuevo trabajo de Ulises de la Orden –que empezó a idearlo hace diez años, mucho antes del fenómeno de Argentina, 1985, tal como contó en estas páginas hace un par de días es un ejemplo ético, político y cinematográfico. Un ejemplo que no hubiera existido sin las ganas, la perseverancia, la paciencia y la tenacidad del director de Río arriba y Desierto verde para concretarlo. Grabado originalmente en cintas U-Matic, gran parte del material original estaba en los archivos de la TV Pública y del Archivo General de la Nación, dos organismos que le negaron el acceso por temor a represalias políticas. Difícil que pueda recuperarse la tantas veces mencionada memoria colectiva si el Estado, que debería ser el primer interesado en que esto ocurra, pone palos en la rueda. Sobre todo, cuando se trata de una película que aporta ya no un granito, sino un volquete de arena a esa recuperación. A la manera de las películas sobre la Rumania dictatorial realizadas por Andrei Ujica (Videogramas de una revolución, Autobiografía de Nicolae Ceaușescu), El juicio propone una relectura de aquellos videos, cortesía del editor Alberto Ponce, sin imágenes ni sonidos por fuera de los grabados hace casi cuarenta años y con el único agregado de las clásicas placas negras con letras blancas al inicio y al final de la película. Podría pensarse, entonces, en una larga compilación de testimonios, en una sucesión de hombres y mujeres iluminando ante el Tribunal las zonas hasta entonces más oscuras y psicópatas del terrorismo de Estado, siguiendo la cronología jurídica. Pero De la Orden y Ponce toman la sabía decisión de organizar el relato dividiéndolo en 18 capítulos que operan como bloques temáticos que van de lo general a lo particular. Es así que todo arranca con la enunciación del Tribunal de la nómina de acusados, para luego adentrarse en las exposiciones iniciales de las partes. Allí queda claro la tonalidad discursiva de la defensa. O las defensas, en tanto los acusados reunieron 22 abogados abroquelados detrás de la idea de que salvaron a la Patria de la subversión y el virus del marxismo, que, si hubo excesos, fueron “individuales”, y que los merecidos vítores por su gesta llegarán cuando estén ante Dios. De allí en más, el film va adentrándose en la cocina del terror en boca de secuestrados, familiares de desaparecidos, especialistas, periodistas, militares y políticos que se sentaron ante el micrófono (y de espaldas a la cámara, una puesta en escena de por sí cargada de significado), deteniéndose en el rol eclesiástico, la responsabilidad empresarial, los métodos de tortura, la presión de los organismos internacionales, las metodologías de los secuestros, la rutina en los centros clandestinos y la apropiación de bebés y de lo que llaman “botín de guerra”, que no era otra cosa que los objetos de los detenidos. El resultado es un film tan doloroso, desgarrador e incómodo en sus testimonios como apasionante en una estructura que aporta orden expositivo, pero también un ritmo y tensión dignos de los mejores thrillers jurídicos, con los cruces entre las partes y, sobre todo, entre el Tribunal y la Defensa a la orden del día. En esta última sobresale la figura del abogado de Roberto Viola, José María Orgeira, un tipo dispuesto a todo con tal embarrar el proceso. La primera vez que se lo escucha, por ejemplo, es para quejarse por el escaso lugar que les tocó en la sala, a lo que uno de los jueces responde que ellos son 22 personas y la fiscalía, dos. Tampoco faltarán quejas por la falta de jurisdicción civil en las acciones militares, por los horarios de las jornadas –que arrancaban a primera hora de la tarde y culminaban bien entrada la madrugada–, por los encuentros debajo del estrado de los testigos y hasta por ver mancillado su honor ante una frase de Strassera. Ni la mejor ficción podría imaginar un villano así.
El documental que tuvo su presentación mundial en el reciente 73° Festival Internacional de Cine de Berlín tiene una duración de 177 minutos y es una coproducción entre Argentina, Italia, Francia y Noruega. Basado en una selección sobre el registro audiovisual de 530 horas del Juicio a las Juntas, que realizó el canal estatal de televisión Argentina Televisora Color, entre el 22 de abril y el 9 de diciembre de 1985.