Cuatro años después de la exitosa (y discutida) El justiciero, dos auténticas figuras afroamericanas del Hollywood actual tanto delante de cámara (el actor Denzel Washington) como detrás de la misma (el director Antoine Fuqua) regresan con una secuela que seguramente resucitará la “grieta” cinéfila entre quienes reniegan de esta reivindicación de la justicia por mano propia y del ojo por ojo y aquellos que se sienten atraídos por su sólida apuesta dentro del cine de género.
El realizador de Día de entrenamiento y Tirador propone en esta segunda entrega una mixtura entre la violencia brutal del Charles Bronson de El vengador anónimo y el existencialismo del Alain Delon de El samurái. A los 63 años, Washington -en la primera secuela de su carrera y en su cuarto trabajo para Fuqua- interpreta a Robert McCall, un hombre aparentemente común que trabaja como conductor de un servicio tipo Uber, pero que en verdad es un ex agente de la CIA que se dedica a ayudar a propios y extraños contra los excesos y abusos de la vida contemporánea. Claro que para ello es capaz de adoptar los métodos más extremos que puedan imaginarse.
Viudo y solitario, McCall se empieza a interesar cada vez más por la suerte de Miles Whittaker (Ashton Sanders), un joven negro de buen corazón e inclinaciones artísticas que está a punto de ser captado por una pandilla armada y ligada al narcotráfico. Entre ambos surgirá una relación sustituta de padre e hijo y deberán luchar contra un sino trágico y un contexto desolador. Quienes esperen profundidad psicológica y sutilezas deberán buscar otros rumbos. Para los que, en cambio, se deleiten con duelos a los tiros en medio de un huracán que azota a una zona costera y con cierto humor negro a la hora de trabajar la violencia sádica, El justiciero 2 es una propuesta más que atendible.