Cuatro años atrás, Denzel Washington y el especialista en acción Antoine Fuqua nos presentaban a Robert McCall, un héroe silencioso basado en el personaje protagónico de una serie de los ’80. Mezcla de El vengador anónimo con el Ghost Dog de El camino del samurai y una pizca de Jason Bourne, este hombre intentaba dejar atrás un pasado turbulento y misterioso, pero no podía con su genio y terminaba haciendo justicia por mano propia. Ahora le tomó el gustito al asunto y se entretiene equilibrando las cuentas a favor de los más débiles, siempre desde el anonimato.
Como en la anterior entrega, lo mejor de esta secuela está en la primera parte, donde lo vemos desplegando todas sus habilidades de Batman de la clase trabajadora. Charlando con los vecinos o los pasajeros del remís que maneja, se entera de conflictos que necesitan de su intervención y actúa en consecuencia, sin máscara, sin juguetes bélicos de alta gama y sin millones (pero con los recursos suficientes como para viajar al otro lado del mundo si es necesario).
En su primera misión, aparece disfrazado de religioso. Y, de algún modo, lo es: un pastor que trata de sacar a los jóvenes de la calle, estimula la lectura y siempre está del lado de los desvalidos. Y, cada tanto, pega un par de trompadas, da un par de puñaladas o dispara unos tiros. Porque sólo con buenos modales y discursos morales no se llega a ningún lado.
Está terminando una lista de los “Cien libros que debes leer antes de morir”, y no casualmente el último es En busca del tiempo perdido, de Proust. La referencia literaria se limita al título: McCall está decidido a volver a la acción. Por eso aparecen algunos datos más de sus días como agente de inteligencia, y por eso abandona su parquedad y perfil bajo, y sale más a la luz, con una bravuconada impropia de él.
Y a partir de ese momento es que se estropea una película que, sin genialidades, venía consiguiendo balancear la acción con el drama, con algunos eficaces chispazos de humor. Porque el último plato, el del desenlace, está hecho con las sobras recalentadas de un western visto mil veces y se nota cargado de lugares comunes, resuelto como un trámite y con toques de clase B. De postre, hay un epílogo por demás almibarado que debería haberse evitado: si hay algo que a estos héroes no les sienta, es el azúcar.