El auténtico héroe de la clase obrera
Sin deslumbrar y aun con sus excesos, el film consigue entretener con su historia de un héroe de extrañas características.
Aunque puede discutirse si El justiciero es o no una buena película, la segunda colaboración entre el director Antoine Fuqua y Denzel Washington luego de Día de entrenamiento (2001, que le valió un Oscar al actor) sin dudas resulta entretenida e interesante a pesar de sus excesos. Se trata de un film que aborda de manera indirecta el tema del superhéroe, aunque no llegue a quedar claro si lo hace a conciencia, y ahí radica parte de su inesperada riqueza. La historia de Bob McCall (Washington), un obrero que trabaja en un supermercado de insumos de la construcción que de la noche a la mañana comienza una lucha contra el crimen solitaria, anónima y a espaldas de la ley, recorre el arco completo de ese tipo de relatos. El comienzo lo muestra como un hombre discreto y melancólico, un trabajador atento a sus compañeros y a su comunidad, pero con una rara costumbre: cronometra sus actividades domésticas. Un rasgo simple que alcanza para sugerir que tras la máscara cotidiana se oculta un hombre nada común.
La paliza que un mafioso ruso le da a una adolescente obligada a prostituirse (Chloë Grace Moretz) es el hecho que detona el ansia justiciera de Bob. Como buen “americano”, primero buscará arreglar las cosas en el marco de la más importante de las leyes en Estados Unidos: la ley del mercado. En doble sintonía con la historia ideológica de su país, su impulso inicial para liberar a una esclava (sexual en este caso) no es reclamar por los derechos de la víctima o acudir a la ley penal, sino comprar su libertad. Al ser rechazada su oferta, la impunidad desatará la violenta búsqueda de justicia de Bob, quien en 30 segundos mata a cinco rusos muy malos, con una eficiencia que confirma que el tipo es más de lo que parece.
Creyendo que se trata de un ajuste de cuentas entre mafias, el capo de los rusos manda al más psicópata de todos sus hombres (Marton Csokas logra hacerse odiar) para resolver el problemita. Mientras tanto, Bob sigue encontrando excusas cotidianas para imponer castigos donde la ley no llega, un poco como El vengador anónimo de Charles Bronson. Pero sobre todo como Batman: él también aprovecha la protección nocturna para impartir justicia por mano propia. La aparición de su némesis lo obligará a apelar a poderes extraordinarios que, como los de casi todos los héroes, le son cedidos por un poder superior. La clave está en la escena en la que Bob recurre a su ex jefa, que no sólo implica una revelación acerca del pasado y las habilidades del protagonista, sino que tiene un fuerte carácter simbólico: “No vino a buscar ayuda, vino a pedir permiso”, dirá la influyente mujer.
Es recién entonces cuando Bob pasa de justiciero a superhéroe urbano: si a Superman el poder le viene de su linaje extraterrestre, a Thor de la divinidad y a Iron Man de la ciencia (y el dinero), Bob lo recibirá del Estado, de alguna de sus instituciones. No menos significativo en términos icónicos resulta que la batalla final contra un comando de élite de rusos asesinos tenga lugar en el Home Depot en donde él trabaja. Ahí, herramientas tales como mazas, engrapadoras o sopletes, e insumos como alambre de púas y bolsas de cemento se vuelven armas en manos de un héroe de y para la clase obrera. La suma de estos elementos hace que, tal vez, al menos superficialmente, pueda verse a Bob como lo más cercano a un superhéroe peronista que se haya visto en Hollywood. A qué peronismo representaría este personaje ya es tema de otra discusión.