El eterno duelo
Nicole Kidman debuta como productora y protagonista de una misma película con El Laberinto. Y no es casual. Esta obra, éxito mundial en los principales escenarios del mundo, cautivó a varias estrellas por su temática y la simpleza con la que trata una experiencia que nadie quiere vivir. Kidman vio la pieza, peleó por los derechos y comenzó a trabajar para hacerla posible. Eligió ella misma a su marido en la ficción, Aaron Eckhart, y se dejó seducir por la mirada revolucionaria de John Cameron Mitchell. De ahí surgió esta película, una pequeña delicia del cine independiente norteamericano.
El hecho de que Kidman sea la productora se nota principalmente en la profundidad que el guión le dedica a su personaje, Becca. En la obra, el argumento es más coral y se detiene a explorar las personalidades de los cuatro individuos que permanecían en el teatro.
La historia es común como la vida. La muerte. En esta caso, de un niño de 4 años. La tragedia nunca es mostrada, pero sí narrada de una manera original. Justamente, mostrando el sufrimiento paulatino y ciclotímico de sus padres, los verdaderos protagonistas de la cinta. Y sus diferentes maneras de sobrellevar el sufrimiento, y los choques que producen esas incompatibilidades.
La película comienza ocho meses después del accidente automovilístico que se lleva la vida de Danny. La vida matrimonial parece normal. Seca, monótona, pero nada extraordinaria. Esa es la depresión silenciosa en la que nos sumerge El Laberinto. Una tristeza que nos va apoderando a medida que vamos logrando ver las grietas incurables que producen una pérdida semejante.
Si bien el hecho de que el mismo autor de la obra adapte el material para el cine implica un riesgo importante y una misma visión sobre el texto, este caso se convierte en una excepción. La labor de David Lindsay-Abaire es notable. Multiplicó los escenarios y los personajes, sin dejar de perder el foco. Amoldó el destino de cada uno para que sea clara su función. Incluso el personaje de Izzy, la hermana de Becca, sirve para romper el clima dramático, pero suma al conflicto principal. Un libreto sólido, bien pensado y a prueba de fallas. No se nota que proviene de una obra de teatro. Es un texto cinematográfico.
Nicole Kidman es una actriz valiente, que no teme de pasar de tanques hollywoodenses (como Australia o Regreso a Cold Mountain) a películas independientes y alternativas (como La Boda de Margot o Dogville), a pesar de que la calidad de sus elecciones suele ser demasiado dispar. Hasta el momento su talento y versatilidad había sido demostrado en algunos proyectos, como Todo por un Sueño, Moulin Rouge! o Reencarnación, pero jamás había tenido una paleta de matices tan amplios como en este caso. Si bien Becca no es un papel que presente un gran desafío para ella, sí lo es para su capacidad de interpretación. No hay personajes reales ni retos abismales. Sólo se trata de navegar dentro del duelo de su ser. Es la mejor actuación de la carrera de Kidman.
Acompaña con momentos de mucho lucimiento Aaron Eckhart, acertadísima elección. Al igual que Diane Weist, como la madre de la protagonista, que también perdió un hijo e intenta guiarla hacia la salida de este momento.
Pero ante tanta sorpresa, hay algo inesperado. El mago John Cameron Mitchell, que nunca paró de sorprendernos con la osadía de Hedwig y la Pulga Rabiosa o Shortbus, esta vez cae sobre el convencionalismo cinematográfico. No se nota su firma de autor. Nada grave para un cineasta de años. Sólo una pequeña desilusión que, quizás, es culpa nuestra, al habernos malacostumbrados.