Historia en capullo El título de Familia sumergida, como tiene que ser, no es azaroso. A los pocos minutos uno presiente que el guión va a ser claustrofóbico. Pese a que tiene algunas escenas en exteriores, la narración se encapsula en una familia que vive en un departamento y sobre todo en la cabeza del personaje de Mercedes Morán. Lo primero que vemos es una especie de alegoría a un capullo, como una larva que no termina de transformarse, y representa quizás lo que está viviendo la protagonista: perdió a su hermana hace una semana y los recuerdos están a flor de piel, presentes en los ambientes de la casa. Atrapada mentalmente por la angustia, Marcela tiene que lidiar con los otros integrantes, su marido que viaja seguido y sus tres hijos adolescentes. En el medio, gracias a su hija mayor, conoce a un joven que le dará aire fresco entre tanta sofocación. A los pocos minutos se nota un estilo similar al de Lucrecia Martel y en los créditos se resuelve el misterio: la directora de La mujer sin cabeza y Zama estuvo involucrada como consultora autoral. Pero María Alché, actriz de La niña santa y encargada de esta historia, logra ejercer un principio de identidad propia, con más sentido del humor y actuaciones secundarias en la línea de la escuela de Nora Moseinco, donde ella se formó. Familia sumergida es una muy digna ópera prima de María Alché. En su clara evidencia de referencias a otras obras, la directora promete un estilo distintivo a futuro.
En sus 122 minutos, la película intenta no dejar aspecto de la vida de Rodrigo Bueno sin tocar. Sus comienzos, su etapa melódica, la pérdida de su padre, la protección de su madre, su giro a lo tropical, cómo conoció a la madre de su hijo, los excesos, la fama, la serie de recitales en el Luna Park y el vuelco en la autopista que terminó con el mito. Si alguien es aficionado a los números, los minutos que se pueden dedicar a cada uno de estos eventos -y hay varios que no fueron mencionados- son pocos. En lugar de profundizar en un momento de su vida (como lo han hecho otras biografías como Steve Jobs de Aaron Sorkin, Toro Salvaje de Scorsese, y hasta Gilda de la misma directora Lorena Muñoz), el guión se volcó por la receta ortodoxa de la biopic y hace un fastfood narrativo que no logra generar climas, emociones ni empatía. El actor principal es un milagro: se llama como el cantante, es de Córdoba, tiene un parecido que impacta en algunas tomas y además maneja muy bien, para ser su debut actoral, las escenas más dramáticas. Florencia Peña acompaña, aunque desaparece sobre la segunda mitad. Jimena Barón está desdibujada en lo que, según se explicó hace poco, es una fusión de varias amantes de Rodrigo. La película va del frenesí cuartetero a la redención -que incluye una escena desconcertante con un caballo- en menos de una hora, y en el medio hay decenas de situaciones que nos dicen poco sobre el protagonista. Cualquiera que haya visto por televisión a fines de los 90 lo que generaba Rodrigo, y lo público que era y lo expuesto que estaba, va a salir de la sala decepcionado. En su momento parecía que se sabía todo de él, y esta película no aporta demasiado, salvo algunos detalles antes presumidos sobre drogas y mujeres.
La singular mezcla de suspenso y situaciones ridículas que suele hacer el director griego Yorgos Lanthimos volvió este año con un trabajo que se acerca más al género de terror que al thriller. Una familia gélida, con relaciones muy extrañas, empieza a sufrir las consecuencias de una maldición con tres etapas: la discapacidad para caminar, la falta de apetito, el sangrado por los ojos y la muerte. Los padres, unos médicos interpretados por Nicole Kidman y Colin Farrell, saben por qué la desgracia les está tocando la puerta y analizan medidas desesperadas para poder ponerle punto final. En el medio, un psicópata adolescente que se hace amigo de los hijos y parece el principal responsable de todo. Barry Keoghan se pone en la piel de Martin, ese adolescente problemático, que junto a un muy sobrio y medido Farrell, son las mejores actuaciones. La música y el ritmo recuerdan a algunas películas de Hitchcock y, sobre todo, a El Hombre Duplicado (Enemy, 2014), de Denis Villeneuve. La trama se acerca a la olvidable La Caja (The Box, 2009), que se estrenó con más pena que gloria hace ocho años. Con un nivel gore menor al de Dogtooh (Kynódontas, 2009), aunque con escenas tan intensas que dan ganas de taparse los ojos durante gran parte del film, la película logra atrapar con su misterio. Sin embargo, pierde su encanto con un sentido del humor que no se conjuga con la tensión de la historia. La ridiculez de algunas partes suma para hacer aún más siniestra a la familia del cirujano que interpreta Farrell, pero en el contexto luce desubicado. No es nada nuevo para la filmografía de Yorgos, por lo que si sus trabajos anteriores resultaron atractivos, con esta nueva historia podría suceder lo mismo.
Abraham Burstein tiene 88 años. Hace más de 60 sobrevivió uno de los genocidios más atroces de la historia, el Holocausto. En Polonia, logró seguir con vida gracias a la ayuda de un amigo, pese a la opinión de la familia. Es de la generación de los últimos testigos del horror, los protagonistas que por su edad se van yendo. En el Siglo XXI, este anciano testarudo y con una pierna destinada a la amputación vive otra realidad: familia disfuncional, nietos posmodernos, una propuesta para vivir en un hogar de ancianos y la sensación de abandono permanente. Pero en su cabeza hay un recuerdo que data de la década del 40, un gesto humanitario que nunca terminó de saldar. Y así arranca la historia para reencontrarse con su amigo y héroe. Podemos pensar a El Último Traje como una película de viaje. Un abuelo hace, no sin achaques varios, un recorrido eterno hacia Polonia para cerrar una etapa y quizás comenzar el último tramo de su vida. Pasa por Madrid, por París y, antes de llegar a Varsovia, conoce personajes que lo ayudan en el camino, el cual prevé una escala inevitable en Alemania, cuna del nazismo. Se destacan Ángela Molina, dueña de un hotel con la que Burstein tiene química, y Martín Piroyansky, joven músico al que conoce en un avión. En la actualidad, realizar una película sobre el Holocausto implica un riesgo. No por el tema, sino por la gran cantidad de historias que se han contado al respecto. El aspecto singular de la película de Solarz es que se focaliza más en la actualidad que en el pasado. De hecho, cuando se muestran los flashbacks -cortos y que no suman mucho, más allá de la valorable reproducción de época- el film empieza a perder ritmo y los 86 minutos se tornan tediosos como el derrotero del protagonista. Por cierto, el relato no abusa de los guiños costumbristas de la cole judía en el país, sino que propone un retrato más universal. Cabe destacar, a su vez, la efectividad del guion. El director y autor tiene experiencia en éxitos de taquilla y logra abordar un tema de enorme peso histórico para generar empatía sin ahuyentar. Miguel Ángel Solá, finalmente, se roba la historia con una gran caracterización, pese a que el acento polaco tiene altos y bajos. Su performance es el gran atractivo. El Último Traje se desenvuelve como un cuento chico, una aventura con un trasfondo inmenso. Es tierna por momentos, da bronca en otros, pero entretiene mientras nos habla sobre una etapa de la historia que es importante mantener presente.
A más de 25 años del estreno de Filadelfia (Philadelfia, 1993), una película que habló sobre la epidemia del SIDA cuando en la sociedad todavía se refería al tema en voz baja, Francia se anima a volver a la misma época para contar otra historia sobre la enfermedad, pero haciendo foco en el activismo. El guión de 120 Pulsaciones por Minuto (120 battements par minute, 2017) está centrado en comienzos de los ‘90 y relata el día a día de una organización llamada ACT UP. Los militantes, abiertamente gays y la gran mayoría infectados, organizan escraches a funcionarios y laboratorios por la poca asistencia a las personas que viven con el virus y por la falta de distribución de las pastillas necesarias para sobrevivir. Si bien el producto final es contundente y retrata una época de manera cruda, sin anestesia, tiene problemas para pasar del ámbito público al privado. Es decir, de contar con la misma altura la lucha social y la intimidad de los protagonistas. Sobre todo en el desenlace, cuando parece que la película va agonizando al igual que uno de los protagonistas. Se destaca en el elenco el argentino Nahuel Pérez Biscayart, en un francés impecable.
La lección del día En inglés existe una frase que podría representar a Extraordinario (Wonder, 2017). La “feel-good movie” es una película que, pese a la historia dramática que cuenta, da esperanzas y deja un mensaje positivo. Suelen tener mucho éxito en Estados Unidos cuando el mundo está pasando por momentos desesperantes o repletos de noticias aterradoras. Una manera de escapar. Auggie es un fanático de La Guerra de las Galaxias (Star Wars, 1977) y los astronautas que está por arrancar quinto grado en una primaria. Es la primera vez que pisa un colegio, ya que hasta el momento su mamá, una profesora de arte, se encargó de enseñarle todo. ¿Por qué? Su hijo nació con el síndrome de Treacher Collins, una enfermedad que se caracteriza por las malformaciones en la cara. Eso complica la forma de hablar, respirar, ver y comer, entre otros problemas. El protagonista tiene 10 años y un par de decenas de operaciones. Los padres están aterrados por el desafío que está por empezar; y tienen razón: la discriminación lo espera al otro lado de la puerta. Lo que parece una historia sobre las experiencias de un niño es en realidad un retrato muy abarcador de una familia y las personas más cercanas. Hay un capítulo para cada uno de los cuatro personajes más jóvenes. La hermana se lleva gran parte de la duración de la película. El director, seguramente intentando ser lo más fiel al libro en el que se basa, intenta contar lo más que puede en menos de horas. En algunos casos lo logra, en otros no. Por ejemplo, el personaje de Auggie está bien desarrollado, pero en los otros casos se les dedica unos minutos como para explicar los dramas personales, los motivos y para atar cabos, y no es suficiente. Profundizar aún no hubiese sido suficiente, evitar este recurso quizás era un riesgo muy grande. ¿Hay lugares comunes? Muchos. ¿Se recurre demasiado a los toques de comedia aliviadores? También. ¿Le sobran minutos? Varios, algunas veces menos personajes es más. Así como pasó hace poco con Un Camino a Casa (Lion, 2016), esta película, que tiene una gran actuación de Julia Roberts y reafirma a Jacob Tremblay como la gran promesa infantil de Hollywood, conmueve sin golpes bajos. La historia que cuenta Extraordinario es muy humana y necesaria, en tiempos donde el bullying o acoso escolar tiene nombre y apellido. En un momento se habla de la política de “tolerancia cero” sobre el tema en las escuelas, pero después de verla en el cine, varias familias -porque es eso, una película para cualquier edad, más inofensiva que todos los tanques de Marvel o de DC- van a tener una charla de sobremesa muy constructiva.
Con el viento en contra Cuando Viento Salvaje (Wind River, 2017) se presentó en la categoría Un Certain Regard del 70º Festival de Cannes, en mayo pasado, generó expectativas. Tenía un buen elenco, un estudio fuerte detrás y un director mimado por la costa francesa. Taylor Sheridan venía de escribir Sin Nada que Perder (Hell or High Water, 2016), que había sido muy bien recibida un año antes en el mismo lugar, y se lanzaba con su ópera prima. Un par de días después, cuando ganó como Mejor Director, muchos fueron los sorprendidos. La película cuenta una historia potente, la de un femicidio en tierras aborígenes de Estados Unidos, con un marco de actualidad muy fuerte. Desapariciones, discriminación, racismo, pandillas asesinas y la sociedad como testigo de todo esto. El escenario, un lugar desolado. Lo que prometía ser un thriller atrapante termina dejando ganas de más. No solo por el guión, escrito con compromiso por la temática pero cayendo en muchos lugares comunes, sino también por cómo se hizo. En muchos momentos cuesta distinguir si la historia fue pensaba para la pantalla grande o para la medianoche de un canal de cable. Y no es en desprecio por la televisión; hay que reconocer que los dos medios, como en toda materia, tienen códigos autorales y sobre todo estéticos diferentes. Viento Salvaje está musicalizada, editada y escrita como hace 15 años. Es una película que atrasa. Y regirse por las reglas de otras épocas no es un pecado en el cine, pero la realización en este caso queda a medio camino. Tiene actores buenos, con un Jeremy Renner como un cazador de coyotes con corazón bueno, pocas palabras y una historia dolorosa en su pasado, y una Elisabeth Olsen como una investigadora criminalística que no convence. Y fue filmada en paisajes impactantes, bien aprovechados para retratar esta “tierra de nadie”. Según otras impresiones, la película sufrió cambios en los últimos meses que perfeccionaron la realización, algo que ayudaría mucho a este policial con toques de western escrito por la misma persona detrás de la pluma de Sicario (2015), un thriller que sí generó momentos de suspenso del bueno.
Otro viaje, y van… Es muy difícil juzgar como crítico a una película infantil. Principalmente porque las expectativas cinematográficas son muchas veces, sin andar con rodeos, nulas. No se esperan relatos muy originales, ni actuaciones de antología, ni una buena invitación al mundo del cine para los más chicos. Sólo entretenimiento. Una sola palabra que no es fácil de honrar, pero que en realidad es la base más profunda del cine...
Una chica, una obsesión La Chica del Dragón Tatuado es fuerte. Muy fuerte. Es lo que seguramente van a escuchar decir de la boca de quienes ya la vieron o lo que van decir uds. una vez que la vean. Tiene dos escenas tan violentas desde lo simbólico como desde lo psicológico. Es un relato bastante crudo, pero narrado de una forma igual de fría como el ambiente en que sucede...
Misión cumplida Cuando una saga se prolonga con el tiempo y se anima a dejar de ser un joya del cine, o de al menos un género, pocas veces ese experimento sale bien. Misión: Imposible podría ganarse un premio al mérito. La primera, allá en 1996, sorprendió de la mano de Brian DePalma. No por la famosa escena de Tom Cruise colgando del techo, sino por una modernización de las tramas de espías. Un guión un tanto rebuscado, original; una historia que atrapó, entretuvo y quedó en la memoria. Todos saben que existe una película que se llama así, ¿no?...