Esquivando el dolor
¿Cómo sobrellevar el dolor por la pérdida de un ser querido? ¿Qué hacer para superar un hecho traumático? Centrándose en un matrimonio de buena situación económica que tolera como puede la muerte de su pequeño hijo, El laberinto reflexiona sobre el tema, delineando posiciones diferentes. En las actitudes y comentarios de los personajes asoman la necesidad de olvidar o de recordar, la recurrencia a la religión y a la terapia, el debilitamiento de la unidad y la pasión en la pareja, la indiferencia con la que algunas mujeres asumen la maternidad.
Aunque lejos de la provocación de sus anteriores largometrajes (Hedwig & the angry inch y Shortbus), John Cameron Mitchell (1963, Texas, EEUU) logra darle a su melodramática película cierta carga de ironía y de rabia que la distinguen de otras sobre cuestiones similares, oscilando entre lugares comunes y un oportuno desdén por la sensiblería.
Hay alguna escena de llanto, pero también imprevistos –y hasta inoportunos– ataques de risa o comentarios jocosos. Previsibles discusiones en torno a la culpa se cruzan con gestos de rebeldía de la mujer (Nicole Kidman, exacta en cada gesto), capaz de definir a Dios como un “cretino sádico”. El marido (Aaron Eckhart) comienza a entablar una amistad con una compañera del grupo de rehabilitación (Sandra Ho), indudablemente más divertida que su esposa, pero la relación no llegará a lo que se supone. La protagonista, por su parte, insiste en encontrarse con un adolescente (el debutante Miles Teller, realmente notable), involucrado en el accidente que terminó con la vida de su hijo, pero no hay un enigma policial que develar ni el chico es un monstruo en quien depositar las culpas. Las imaginativas historietas que el joven hace y que, en cierta manera, se integran a la trama, pueden parecer un capricho del guión (escrito por David Lindsay-Abaire a partir de una obra teatral propia), pero valen para darle algo de color a una historia triste, añadiendo, además, otra mirada sobre el tema de la muerte. La relación de la pareja central es ríspida, pero El laberinto no lo resuelve con una separación ni oculta el amor que, a pesar de todo, sigue existiendo. No se evita el predecible flash-back con el recuerdo del accidente, pero es fugaz y deja fuera de campo lo que otro director hubiera mostrado con delectación. Un clima lánguido y sentencioso, procedente en cierta forma de la estética del telefilm, invade buena parte de la película, pero también hay vitalidad y calidez: en la fotografía, en las actuaciones (incluyendo un estupendo trabajo de Dianne Wiest), en la espontaneidad de algunas conversaciones casuales.
Es una lástima que el espíritu medio belicoso que el personaje de Kidman le imprime a El laberinto vaya diluyéndose a medida que avanza la historia. Pero resulta interesante la manera en que –al igual que sus personajes– el film va esquivando lo doloroso, encontrando consuelo no sólo en la resignación sino también en el sarcasmo, en el cariño, e incluso en la ira.