Tragedia familiar con humor asordinado
En esta historia de la recomposición de una pareja tras la muerte de su hijo, el director John Cameron Mitchell elude la emoción gratuita y los golpes bajos mediante el tratamiento irónico de las relaciones entre personajes.
Es tiempo de tragedias familiares en la cartelera de cine. Un par de semanas atrás se estrenó Aguas turbulentas, film de origen escandinavo, que relataba la pérdida del hijo de un matrimonio, valiéndose de un tono grave y solemne, donde la culpa y la redención gobernaba cada una de las acciones de los personajes. La historia que narra El laberinto toca temas parecidos pero en otra clave: la recomposición de una pareja, el dolor escondido e inexplicable, las terribles consecuencias que vive un matrimonio ocho meses después de la muerte de su hijo de cuatro años debido a un accidente callejero. Becca y Howie (Nicole Kidman y Aaron Eckhart), con interpretaciones funcionales a la trama, buscan mitigar el vacío concurriendo a sesiones terapeúticas en grupo, en tanto ella discute con su invasiva madre (Dianne Wiest) y observa –acaso con placer, tal vez con remordimiento– cómo crece la relación afectiva de su hermana quien, además, espera un hijo. Él, por su parte, encuentra un descanso a sus traumas cuando establece una amistad con otra mujer (Sandra Oh). Pero, por cuestiones del azar (y del guión, claro), el responsable de la muerte del chico se cruzará en la vida de Becca y desde allí surgirán las reflexiones más altisonantes de El laberinto, que al mismo tiempo, representa el costado rutinario y complaciente de la película.
Sin embargo, las sentencias y los tonos graves no molestan demasiado, ya que las relaciones entre los personajes apelan a un humor asordinado, melancólico sin recurrir a los golpes bajos, tristón sin necesidad de buscar la emoción fácil y gratuita. El laberinto, en este punto, es un sugerente film de clisés y lugares comunes sutilmente reinterpretados por el director, quien se evade de la procedencia teatral de la película, por momentos de manera elegante y en otros con denodado y visible esfuerzo. En todo caso, se trata de una película-frontera entre el mainstream aburguesado y la producción pseudoindependiente de bajo presupuesto y con una estrella de protagonista como mercancía vendible. De allí que no sorprenda que John Cameron Mitchell se haya interesado por semejantes materiales, aun teniendo en cuenta su díptico anterior: Hedwig and the Angry Inch (film de culto queer) y Shortbus (una pavada porno-artie).
Es válido pensar qué hubiera sido de El laberinto en manos de otro director, domesticado por un sistema de producción; en efecto, los puntos altos están en aquellos tramos donde de manera elegante se esquivan las convenciones y los aspectos previsibles y poco originales en esta clase de historias. Ahora bien, y aunque la frase resulte paradójica, sobre el futuro del ex transgresor Cameron Mitchell se autoriza un contundente signo de interrogación. <