Gris de ausencia y de duelo
La nueva película del director de Shortbus construye la interioridad de sus personajes a partir de la clase de detalles que, por mínimos y cotidianos, suelen considerarse nimios, pero que van creciendo hasta convertirse en un núcleo dramático.
¿Para qué sirven las películas “de duelo”, ésas en las que los protagonistas deben sobrellevar la muerte, horriblemente a destiempo, del ser más querido? Las malas –que se caracterizan por un tono forzadamente grave y preocupado– sirven para que el espectador sienta que está participando de algo serio e importante, mientras se masoquea a gusto. Las buenas, en cambio, para proyectarse en el interior de los protagonistas y experimentar, durante una hora y media o dos, algo parecido a lo que ellos están viviendo. Es lo que sucede con El laberinto, título de estreno de Rabbit Hole, opus 3 del neoyorquino John Cameron Mitchell (realizador de Hedwig and the Angry Inch y Shortbus), basado en una obra de teatro que el propio autor adaptó para la ocasión. ¿Teatro filmado, entonces? Para nada.
Con guión de David Lindsay-Abaire, El laberinto construye la interioridad de los personajes por inducción, elipsis y acumulación, a partir de la clase de detalles que, por mínimos y cotidianos, suelen considerarse nimios. Sólo al cabo de varias escenas se comienza a comprender por qué Becca Corbett (Nicole Kidman, como regresando de un largo exilio en alguna clínica quirúrgica) pone tanto empeño en plantar una flor, por qué rehúye la invitación de una vecina, qué la lleva a rechazar los intentos de acercamiento de su marido Howie (el gran Aaron Eckhart, de Erin Brockovich, Gracias por fumar, La dalia negra), a qué obedecen ciertas conductas locas de Becca, por qué tantas cosas no dichas o dichas a medias, entre Howie y ella. El laberinto no le tira la tragedia por la cabeza al espectador, no la usa como espantajo emocional sino como núcleo ausente, alrededor del cual giran Becca, Howie y quienes los rodean.
La película tampoco busca –y esto es aún más infrecuente, en una cultura tan dada al revanchismo como la estadounidense– un chivo expiatorio sobre el cual llevar la carga de la culpa. Cuando parece que va a desbarrancar por ese lado es cuando se dirige, del modo más sentido y conmovedor, a ponerse definitivamente en lugar del otro. El otro, el chico que, se supone, habría tenido la culpa de la muerte del hijo, es en verdad una víctima más de la situación. No vaya a pensarse sin embargo en El laberinto como una de esas orgías de sobreactuada corrección humana: hay altos volúmenes de confrontación y de asumida inmadurez en ella. Como cuando Becca abandona de un solo golpe el grupo de rehabilitación para padres-deudos, en cuanto uno de los integrantes empieza con el versito de Dios, la reparación y el consuelo. O como en la gran escena en la que Howie y una compañera de grupo (Sandra Oh, de Grey’s Anatomy y Entre copas), irremediablemente fumados, no pueden parar de tentarse con el pobre tipo que habla de la horrible muerte de su hijo. Cuando algo te supera, olvidate de comportarte como un ciudadano ejemplar, sugiere, con enorme sabiduría, El laberinto.
Esas compactas dosis de rebelión –reforzadas por la presencia de la hermana-tiro al aire de Becca– confirman que esta película pausada, interna y reconcentrada no es para John Cameron Mitchell una forma de “sentar cabeza”, tras esos desafueros que fueron Hedwig y Shortbus. Se trata, daría la impresión, de ponerse, por primera vez y con máxima entrega, al servicio de un guión ajeno. No sonaría tan genuina como suena Rabbit Hole, de no ser por la combinación de casting perfecto y perfecta dirección de actores, que da por resultado una Nicole Kidman a la altura de sus grandes momentos (piénsese en Todo por un sueño, Retrato de una dama, Ojos bien cerrados o Los otros). Tiene Kidman, además, una química tal con Aaron Eckhart, que ni en la cocina ni en la cama deja de sentírselos como pareja. Notable la desconocida Tammy Blanchard en el papel de hermana bardera y más notable aún el debutante Miles Teller, como el chico que trata de aliviar la carga inventando, con maniático detallismo, un mundo de historieta en el que la gente se muere, pero nunca del todo. Acá en la Tierra, en cambio, se puede aprender a convivir con la muerte de un ser querido. Pero esa muerte es, como bien sabe la mamá de Becca (la reaparecida Dianne Wiest), un ladrillo que uno no termina de sacarse del bolsillo.