El dolor después del dolor
Becca (Nicole Kidman) y Howie (Aaron Eckhart) son un matrimonio que atraviesa una etapa dolorosa: hace ocho meses perdieron a su hijo de 4 años, quien salió corriendo detrás del perro de la casa y fue atropellado por un adolescente que manejaba un auto. Un accidente, un momento mínimo, una fracción de segundo que resignifica todo el después de un conjunto de vidas que harán con eso, lo que puedan. El laberinto, la sorprendente película de John Cameron Mitchell a partir de una adaptación de su propia obra de teatro a cargo de David Lindsay-Abaire, es un film sí sobre la muerte de un hijo, sí sobre la culpa, pero mucho más sobre el deber social que exige hacerse cargo de una situación como esa: qué necesitan los demás mucho más que qué puede hacer uno por uno mismo para mitigar el dolor; cómo es ese dolor que sobreviene al dolor original.
Para que todo esto encaje perfectamente sin que la película se convierta en un melodrama irritante, Cameron Mitchell esconde aquello que podría haber sido trágico o difícil de filmar, y lo pone en un apreciable fuera de campo. Además, toma al matrimonio ocho meses luego del episodio, por lo que demuestra que le interesa antes que regodearse con el suceso, registrar el tránsito entre un dolor irrecuperable y una aceptación de las heridas. Pero hay algo más interesante aún: el director, que había apelado a cierta provocación con sus anteriores Hedwig y Shortbus, esconde esa virtud de confrontador social bajo capas y capas de normalización: así El laberinto es un film tenso y duro, pero contado a la manera de los dramas convencionales, que cada tanto evidencia su horror ante lo socialmente aceptado. La provocación en este caso está dada en cómo Cameron Mitchell demuestra que incluso el humor puede estar presente en una historia como esta, un humor asordinado, trágico y que evidencia lo ridículo de algunas posturas sociales; y que la verdad puede estar en las páginas de un cómic, género “menor” para estas obras que intentan acercarse a la alta cultura.
Película de huellas y de cómo borrarlas, la lucha entre Becca y Howie (notables Kidman y Eckhart) está dada por las diferentes formas en que intentan superar lo ocurrido: mientras ella quiere eliminar toda huella de la presencia del hijo en el hogar, él persiste con viejas filmaciones, dibujos, ropas, elementos que llevan el recuerdo de aquello que no está. Sin embargo, ambos asumen sus posiciones como roles sociales que deben representarse hacia fuera: preocuparse en vez de ocuparse. Ella es la cínica que no cree en nada, sólo en su dolor y por eso irá a encontrarse con Jason, el chico que atropelló a su hijo, sólo a escondidas; él es quien hace el esfuerzo de ir al grupo de autoayuda, para de alguna manera intentar borrar aquello sin poder hacerlo, aunque el recuerdo persista más y más. Y esto es así porque El laberinto, antes que la película sobre un chico que murió y lo obviamente trágico que esto resulta, es fundamentalmente sobre la familia como una estructura conservadora y férrea que nos determina qué y cómo debemos sentir, por acción (Howie) u omisión (Becca).
Becca y Howie descubren que las huellas, ese abstracto, son físicas, son ladrillos, como dice Nat (maravillosa como siempre, Diane Wiest), la madre de Becca. Son ladrillos y pesan, y deben ser trasladados por el resto de los días. En esa conciencia del dolor como algo que hay que atravesar, soportar y saber llevar, sin culpas cristianas, soluciones mágicas, ni metáforas bonitas (“es sólo un cuento”, dirá Jason); del dolor como algo que compone también a la familia y le da forma, es donde Becca y Howie se recostarán para seguir adelante. Evidentemente el terreno del film es más ese “hoyo de conejo” que promete el título original, antes que “el laberinto” que nos anuncia su versión castellana: es el filtro que nos obliga a pasar, como Alicia en el país de las maravillas, para devolvernos a otro mundo, más bello y con otros nosotros exitosos y felices. Por eso lo mejor de El laberinto está precisamente en el final, donde el film resignifica todo lo ocurrido y deja en evidencia que lo suyo es político: es una de las miradas más filosas sobre cómo se construye la familia, y con ella la sociedad. Entre lo que es y lo que se parece, entre el dolor que te come por dentro y la apariencia positiva que hay que mantener. De aprender a vivir en (esta) sociedad se trata El laberinto, de dolores personales e intransferibles que para los otros son, claro que sí, apenas un tema de conversación.