Lazos familiares en riesgo constante
La competencia, el deporte y el show marcan el tono –a priori nada novedoso– de esta película. Pero una primera clave de la verdad que transmite la historia está en sus personajes. Que no parecen personajes, sino gente con vida propia.
Un héroe y una heroína con trastornos de conducta (pero atractivos), la reincorporación a la familia tras una larga internación, la lucha contra la enfermedad, la historia de amor entre los protagonistas, que se sabe que tiene que venir. Como frutilla en el postre, no uno sino dos grandes clímax, el mismo día y a la misma hora. Clímax no precisamente novedosos: un partido de rugby y una competencia de baile. La competencia, el deporte, el show: arenas en las que el cine de Hollywood y la cultura media estadounidense gustan medir “el verdadero valor de una persona”. El lado luminoso de la vida –encima este título, que parece querer convertir la película en manual de autoayuda– tenía todo lo que se necesita para resultar la película más falsa, calculada, consensual y complaciente del mundo. Puede ser que algo de las tres últimas cosas tenga: está claro que el film de David O. Russell no pretende ser subversivo, revulsivo o contestatario. Pero si algo transmite es pura verdad, cero falsedad. Eso es lo que lo hace grande.
El nerviosismo de Dolores (Jacki Weaver, una Giulietta Massina australiana), la visible inquietud cuando va a retirar de la clínica a su hijo Pat (Bradley Cooper, por primera vez en rol dramático) indican que el muchacho, que tiene el aspecto más calmo y común que pueda imaginarse, debe ser, en verdad, una bomba de tiempo. Cuando por sendas nimiedades Pat rompa media sala de espera del psiquiatra, y luego haga lo propio en casa, agarrándose a trompadas con el padre (Robert De Niro, en un regreso a las ligas mayores), se entenderán los motivos del nerviosismo de mamá. Razones para su bipolaridad no le faltan a Pat. Recién despedido del empleo, papá Pat Sr. vive obsesionado con las Aguilas de Filadelfia, con las apuestas por dinero y con toda clase de cábalas y rituales (apretar bien fuerte un pañuelo, apuntar los controles remotos siempre para el mismo lado, hacer que cada uno se siente en el lugar “ganador” del sillón), cada vez que se sienta a ver un partido.
Cuando el hermano mayor viene de visita, le enumera prolijamente a Pat las razones por las cuales él es un triunfador, y el otro, un loser. ¿Y mamá? Mamá está tan ocupada en mantener a la familia unita que, daría la impresión, no puede no ser un ángel. El día que su mejor amigo invita a Pat a cenar a su casa, con su joven cuñada Tiffany (Jennifer Lawrence, cada día más poderosa) por invitada, en cuestión de minutos ésta se pelea con su hermana mayor, se levanta para irse y se pelea también con Pat. Pero de inmediato lo obliga a acompañarla hasta su casa y en la puerta lo invita a coger. Invitación que él rechaza, por parecerle un poco loca. Se ha formado una pareja (aunque no se formará, como es de suponer, hasta la escena final).
Una primera clave de la verdad que transmite El lado luminoso... está en sus personajes. Que no parecen personajes, sino gente con vida propia. Uno tarda en entender qué pasa con ellos y, por suerte, nunca termina de hacerlo. Son contradictorios, ligeramente salvajes, nunca definidos “del todo” (esa nefasta ilusión del mainstream hollywoodense). El personaje de De Niro, por ejemplo, no es un cuadro clínico sino un tipo con obsesiones, potencialmente violento y con problemas para entender a su hijo. Pero también un buen tipo, que llegado el caso puede funcionar como el padre que le dice al hijo lo que el hijo está necesitando oír. Tiffany es uno de los seres más bruscos e intempestivos que se hayan visto en mucho tiempo. Pero a la vez es una viuda demasiado joven, una chica quebrada, alguien que quiere encontrar cuál es la suya.
Una segunda clave está en los ambientes. Como sucedía en la previa El ganador (clara hermana de ésta), El lado luminoso... transcurre en un barrio que en algún sentido parece “haberse quedado en los ‘70”. Algo de eso hay: en la entrevista que publicó ayer Página/12, Russell confiesa que sus mayores fuentes de inspiración fueron los clásicos de Coppola y Scorsese. La puesta en escena de Russell es tan rústica y primaria, tan poco florida como los propios ambientes y personajes. Que el realizador, basado en este caso en una novela, haga un voto por los lazos familiares, barriales y comunitarios no quiere decir que caiga en el esquematismo de ver en ello un paraíso: toda armonía parece en riesgo de quebrarse, todo el tiempo. A veces sucede. En medio de esa fiesta comunitaria que es ir en grupo a ver al equipo favorito, un sector de la hinchada recibe a otro con desagradables insultos racistas: odios que la aparente unidad fermenta.
La escena del baile es, por su carga de sentido y su sentido del humor implícito (cuando Lawrence se lanza en grand jeté sobre Cooper, da la sensación de que va a aplastarlo), sencillamente extraordinaria. El número empieza con “My chérie amour”, que es el tema que a él lo pone en modo bipolar, y de allí en más se entrega a un pastiche nada académico, haciéndoles lugar tanto a The White Stripes como a Dave Brubeck. Al jurado no le gusta nada. Al espectador sí (a este espectador, al menos), por la gracia, coraje e intensidad con que ambos bailarines se tiran a la pileta. Lo mismo sucede con la película, joya bruta, académicamente reprobable.