Historia con pastillas milagrosas y algunas fugas interminables
El filme sabe explotar al escurridizo Bourne, ausente con aviso. Y los libretistas mueven el banco y ponen en cancha a un suplente de lujo, un agente tan infalible como el original, que se baña en las agua heladas de Alaska porque anda con pastillas milagrosas que le han quitado sensibilidad y le han dado poderío. Pero las pastillas se acaban y al adicto no le quedará otra que salir a buscarlas. Allá o aquí, sin recetas y sin padrinos, conseguir remedios cuesta mucho.
Todo se complica un poco más porque los muchachos de la CIA decidieron achicar el plantel y no tienen otro plan que matar a los que molestan, a los que sobran y a los que sueñan con hacerse cuentapropistas. La maldad oficial nunca da tregua y el ex agente está en la lista negra. No le quedará otra que huir, desde Alaska a Estados Unidos y de allí a Manila, esquivando de todo, desde lobos hambrientos a misiles, subiéndose a lo que sea, pero al menos con un copiloto rendidor: una linda científica, que trabajaba en el laboratorio de las pastillas milagrosas y que al darse cuenta de que la CIA va por ella, decide colgar el guardapolvo y acompañar al prófugo en sus excursiones casi suicidas.
A rajar que se acaba el mundo. Esa es la moraleja. La historia transita caminos conocidos: la identidad, los abusos del poder, los dudosos límites de la manipulación científica. Y de paso nos advierte que con tanta tecnología de punta, querer esconderse es una quimera.
La dirección y el libro es de Tony Gilroy, un talentoso que sabe armar tramas espesas. El filme se alarga en algunas persecuciones, pero esa es la sustancia del asunto. Tiene ritmo, espectaculares corridas, buenos personajes. ¿Volverá el Bourne original? El suplente, en su debut, respondió bien.