Agente del cambio
Lo primero que debe decirse de El legado de Bourne es que está a la altura de las tres películas anteriores. No es poco mérito si se tiene en cuenta que el icónico protagonista (Matt Damon) fue reemplazado por Jeremy Renner y que también la estética sufrió un cambio visible.
El gran impacto de la saga de Bourne consistió en revivir el género del espionaje una década y media después del fin de la Guerra Fría y adaptarlo al nuevo orden mundial surgido tras el atentado a las Torres Gemelas. Eso desde el punto histórico y cultural. Desde el punto de vista cinematográfico, y gracias a Paul Greengrass (Vuelo 93), se apartó de la fría espectacularidad tipo James Bond y mostró la violencia con un ojo documental.
Lo que nunca varió fue el guionista: Tony Gilroy, quien en esta cuarta entrega toma las riendas de la dirección y aprovecha para desarrollar sus obsesiones, las mismas que mostró en Michael Clayton y Duplicity: las conexiones entre los laboratorios y las agencias de inteligencia de los Estados Unidos.
Por eso el nuevo héroe, Aaron Cross, es producto de un experimento neurogenético, un hombre mejorado tanto física como intelectualmente. Su vida peligra por una filtración de datos riesgosa para la burocracia de los servicios de inteligencia de los Estados Unidos. La orden de eliminarlo viene del mismo jerarca (Edward Norton) que lo reclutó para el experimento.
En ese punto aparece otro gran tema de la imaginación norteamericana: las razones del individuo contra las del Estado. Si bien en términos narrativos da igual que el enemigo sea externo (un ruso o un árabe) o interno (un jefe de la CIA), pues las funciones del bien y el mal permanecen inalterables, la tensión aumenta cuando son tus propios compatriotas los que pretenden eliminarte.
Con esa idea básica, Gilroy arma una especie de catapulta. Primero tensa la carga: expone las tramas de intereses en pugna (empresariales, científicos, militares y políticos), señala las grietas y los puntos ciegos de toda gran estructural estatal, y también muestra el potencial del agente Cross y la situación de la científica (Rachel Weisz) que lo acompañará en su fuga. Luego, libera la tensión y lanza su carga de persecuciones, peleas y tiroteos.
A diferencia Greengrass, Gilroy es un exhibicionista. Ama la inteligencia (entendida como la capacidad de plantear y resolver acertijos) y ama la acción espectacular. El defecto de ese exhibicionismo es que El legado de Bourne se alarga una hora más que el promedio de sus predecesoras. La virtud: es que esa hora está llena de momentos interesantes.