Llega el triatlón de los espías dopados
En el cuarto film de la serie, el nuevo maratonista de la franquicia deberá sobrevivir no sólo a la naturaleza salvaje de Alaska, sino también a la propia agencia de inteligencia que lo entrenó. Y que ahora, como a Bourne, también lo quiere matar.
Será el espíritu de la época, una mera boutade de la producción o quizás obra del azar, pero la nueva entrega de la saga Bourne empieza como si se tratara de una nueva carrera de relevos, la disciplina que se quedó afuera de los Juegos Olímpicos de Londres 2012: el triatlón de los espías. Un hombre surge del agua –una vez más ese líquido amniótico de donde han nacido todos los Bourne, en busca de su identidad perdida– y emerge a la superficie con un tubo en la mano, como si fuera la posta que le pasó Jason Bourne en el final del film anterior, que terminaba también en las profundidades acuáticas. Dentro de ese tubo, el hombre encontrará las instrucciones para seguir adelante en la prueba que se le ha impuesto: sobrevivir en medio de la naturaleza más salvaje de Alaska. De más está decir que a lo largo de El legado Bourne el nuevo maratonista de la franquicia deberá subsistir no sólo a un clima inclemente y a una manada de lobos salvajes, sino también, y sobre todo, a la propia agencia de inteligencia que lo entrenó. Y que ahora, como a Bourne, también lo quiere eliminar.
El nuevo agente tiene nuevo nombre y actor: se llama Aaron Cross y quien lleva su cruz es Jeremy Renner, que desde su protagónico en Vivir al límite (2008), de Kathryn Bigelow, viene perfilándose como el flamante héroe de acción de Hollywood, el recambio fresco para Matt Damon, que hace rato viene corriendo y necesita relevo. El mayor logro del director y guionista Tom Gilroy es el de haber logrado tomar esa posta y “enganchar” de la manera más precisa y fluida posible el final de la trilogía Damon con lo que amenaza con convertirse en la serie de secuelas Renner. Muchos de los personajes y acciones del final del film anterior también reaparecen en éste, empezando por el fantasma de Jason Bourne –se supone que sigue vivo y libre– y continuando por el “crisis manager” David Strathairn, que le ladra a sus secuaces de la CIA: “Estén atentos, tenemos una amenaza inminente”. El peligro ya no es sólo que Bourne saque a ventilar todos los trapos sucios de los programas secretos de la agencia de inteligencia estadounidense, sino que otros agentes que también han sido genéticamente diseñados para servir y obedecer ciegamente –como Cross– se subleven contra el sistema. Y por eso hay orden de eliminarlos.
En la subvaluada Michael Clayton (2007) –una película que fue rápida, injustamente desechada al cajón de las olvidadas del Oscar–, el realizador Tony Gilroy había demostrado su capacidad para inocular el vacilo de la paranoia en una trama que involucraba a bufetes de abogados y grandes corporaciones. Aquí debe moverse en un mundo similar, pero con otras reglas, bastante más dinámicas y menos conversadas, que son las del cine de acción. En este sentido, se extraña el pulso, la tensión narrativa del director de las dos últimas Bourne, el inglés Paul Greengrass, un cineasta particularmente dotado para bordar tramas y situaciones paralelas a toda velocidad sin que se pierda el hilo del relato. A Gilroy y sus hermanos (el guionista Dan, el montajista John) les cuesta un poco el arranque: por un lado, tienen que presentar al nuevo personaje y, por otro, establecer todo tipo de enlaces con el final de la película anterior, todo casi al mismo tiempo. Y no les resulta fácil. Pero se diría que una vez que se sacan de encima la pesada mochila de Bourne y se pueden dedicar por entero a Cross, la película se vuelve más ligera, más libre.
Y también más banal, hay que reconocerlo. El mérito de los Bourne de Greengrass/Damon estaba en que no sólo eran estupendos films de acción, pura y dura, sino que había además un pathos, una densidad de ideas alrededor del personaje que iban más allá de la obvia ferocidad de las agencias de inteligencia. Aquí las preguntas por la identidad y el libre albedrío que acuciaban a Bourne –¿quién soy?, ¿por qué actúo de la manera en que lo hago?– desaparecen porque Cross ya sabe que ha sido genéticamente manipulado, por un programa aún más siniestro y avanzado que el que le tocó a su antecesor.
“Somos moralmente indefendibles, pero absolutamente necesarios”, recuerda Cross que le dijo su superior en ¿Irak? ¿Afganistán?, interpretado por un inquietante Edward Norton. Pero esa línea de relato pasa a segundo plano cuando entra en cuadro el interés romántico, una científica que fue parte esencial de su dopaje (tiene la suerte de que sea Rachel Weisz; le podía haber tocado alguien más feo) y que se salvó de milagro de ser ejecutada por la misma agencia que quiere cargarse a Cross. Esa mujer ayudará al protagonista a completar su maratón para que antes de las nuevas Olimpíadas ya haya un nuevo Cross en carrera.