Una película clásica no nace por generación espontánea y menos en esta época en que la demagogia del "me gusta" ha sustituido al despotismo ilustrado de la crítica especializada. No obstante, El legado del diablo parece tener destino de clásico del terror o, al menos, puede aspirar a un lugar de privilegio en el top cinco de los últimos años, junto a Te sigue, La Bruja, Huye o Fragmentado.
El primer largometraje de Ari Aster es una obra maestra por donde se la mire: la fotografía, la puesta en escena, el guion y la narración. Empieza siendo el minucioso retrato de un duelo familiar y va ampliándose gradualmente hasta trasformarse en un fresco sobre las intricadas relaciones entre el inconsciente, la realidad, la muerte y lo sobrenatural.
En ese sentido, se trata de una ficción tremendamente ambiciosa, incomparable con las compilaciones de sustos que se estrenan casi todas las semanas. El director no pretende provocar miedo sino que el miedo sea una consecuencia lógica del mundo que explora con su cámara. Un mundo entendido como un misterio permanente, en el que es imposible distinguir lo subjetivo de lo objetivo y que, por lo tanto, se define más en términos de complejidad (una trama de sensaciones, creencias, pesadillas, convicciones, sugestiones, etc.) que de distorsión perceptiva.
En el centro de la historia están los Graham, una familia en duelo. La mujer que acaba de morir –una anciana con cierta afición por el espiritismo– es la madre de Annie (Toni Colette), una artista que confecciona casas en miniaturas, casada con un terapeuta distante y racional (Gabriel Byrne) y madre dos hijos, Peter, un adolescente más o menos normal, y Charlie, una chica que sufre diversas afecciones y que era muy apegada a su abuela.
La gran virtud narrativa de la primera parte de la película es la manera a la vez inquietante y sugestiva en la que muestra el impacto de esa muerte en cada uno de los personajes principales, una remoción de aguas profundas que pronto se verán agitadas por un impacto aún más terrible. A partir de ahí, empiezan a sumarse nuevas magnitudes a la historia, todas manejadas con sutileza y ambigüedad por el director.
Las miniaturas de Annie exponen a la perfección las dos dimensiones principales del drama, la íntima y la metafísica, algo que queda marcado desde la primera escena, cuando en un mismo plano secuencia (técnicamente falso, pero cinematográficamente verdadero) se pasa de una réplica de la habitación de Peter a la habitación misma.
Esa capacidad para volver fluidos los límites entre lo psíquico, lo social, lo real y lo sobrenatural es la gran contribución de El legado del diablo no sólo al cine sino a nuestra forma de pensar. Se dirá que no toma ninguna posición definitiva, pero lo que hace es anular las posiciones extremas del escepticismo y de la superstición, con el agregado genial de una última escena donde consigue a la vez una distancia crítica respecto del satanismo y una angustiante apertura al misterio de lo visible y lo invisible.