Horror doméstico no domesticado
Hereditary comienza con un juego; con un plano que se cierra sobre una casa miniatura y que sin corte se convierte en el espacio real de la película. La ópera prima de Ari Aster deja en claro desde el prólogo su artificialidad, su juego de muñecas. Hereditary es, también, una reformulación, en ciertos aspectos aggiornada, de la obra maestra de Nicolas Roeg, Don’t Look Now (1973). Como en aquella, el conflicto central se desata a partir de la pérdida de la hija de un matrimonio. Y, también como en aquella, hay una vieja desconocida con el poder de comunicarse con los espíritus, que convence a la madre de que su hija está aún revoloteando en el plano terrenal. Si en Don’t Look Now, Roeg trabaja, entre varias cosas más, la destrucción metafórica de una pareja a partir de una desgracia insuperable (con la maestría suficiente como para no poner a la metáfora por sobre los procedimientos formales), acá, Aster se ocupa de representar una espiral de dolor y angustia que avanza hacia la transformación (y la desintegración) total de una familia, otorgándole al hijo del matrimonio un lugar central, algo que Roeg dejaba fuera de campo. Aster se ocupa además de la alienación de los hijos y se centra sobre todo en la relación madre-hijo, deconstruyendo al esperado comportamiento materno que se suele configurar desde los lugares comunes biologicistas. Ari Aster parece tan interesado por el cine de Roeg como por la simbología psicoanalítica. Vaciada de contenido fantástico, estamos ante un drama familiar de alienación y pérdida con el acento puesto en las consecuencias de una tragedia y el resentimiento y la culpa que ella conlleva.
Drama familiar similar al que también podemos encontrar en otras dos óperas primas de los últimos años: The Witch (2015), primera película de Robert Eggers, y The Babadook (2014), primera obra de Jennifer Kent (así como también se pueden encontrar elementos de A Dark Song de 2016 también una primera película, sobre todo por la obsesión con el ocultismo, y de la festejada The Void (2016), si pensamos en el papel de parte de la comunidad retratada). Tanto acá, como en The Witch o The Babadook, el papel de una madre desbordada por sus hijos representa gran parte del conflicto y es clave para su resolución. El grupo familiar protagonista está conformado por la madre artista (que crea mundos miniatura con aspectos biográficos como método de catarsis ¿al igual que Aster?), un padre psiquiatra algo desconectado de los problemas, y dos hijos con fijaciones orales (una nena adicta a los caramelos y un adolescente adicto al faso), a los que se le suma una abuela recién fallecida con un pasado oscuro. A partir de esa composición, se generará la brutal descomposición mediante elementos fantásticos comunes del cine espiritista pero con mayor crudeza y un desarrollo ligado al horror paranoide del Polanski de la trilogía de los departamentos, cierta dinámica surrealista, en parte como la de Roeg en la mencionada Don’t Look Now (aunque con un conflicto ordenado cronológicamente y con premoniciones que provienen no sólo de los protagonistas sino también del punto de vista omnisciente) y un ritmo que se toma su tiempo tanto para desarrollar el drama como a los personajes, y que se diferencia de la cadencia del mainstream actual.
Porque el terror por el que apuesta Aster dista bastante del modelo de horror comercial contemporáneo; un cine interesado también en la comunicación con el mundo de los muertos y el ocultismo pero dedicado casi exclusivamente a explotar la más recordada obra de Friedkin o los actuales productos de James Wan desde una perspectiva meramente efectista basada en los jump scares, y no en un cine de horror que podríamos considerar como total (no en un sentido meramente baziniano sino por el aprovechamiento al máximo de las posibilidades formales del cine de horror específicamente). El terror contemporáneo suele ser un cine incompleto, que no utiliza todas las herramientas del género sino que solo vampiriza ciertos aspectos. Y no por ser un cine banal que no se ocupa de lo importante –festejamos lo lúdico, lo mínimo y también lo anti intelectual-, sino por subestimar al género del que se nutre y reducirlo a un golpe de efecto (quizás con un espíritu arcaico y fiel al primer cine de feria, tal vez su mayor virtud). Pero Hereditary es otra cosa; la cinefilia de Ari Aster y seguramente el bagaje de los directores mencionados -a los que podríamos sumar a David Robert Mitchell (It Follows. 2014) y a Jordan Peele, director de Get Out (2017), película que también desnuda la paranoia bebiendo de Polanski- sumado a cierta rebeldía para con el statu quo del terror contemporáneo, le dan a este grupo de películas una mayor dimensión y más capas de sentido a un género que desde el mainstream (por ejemplo las últimas películas de James Wan y sus salieris) en lugar de complejizarlo, lo infantilizan. Enhorabuena, Aster.