El derrumbe del armazón de la cordura, el juego con lo inesperado y lo cotidiano convertido en amenaza son parte de esta ópera prima deudora de la paranoia de cierto cine de terror de los ‘70.
“Es raro ver tantas caras desconocidas hoy acá. Sé que mi madre se hubiera sentido conmovida por eso, aunque probablemente también le hubiera resultado un poco sospechoso”. La que habla es Annie, una mujer de cuarenta y tantos, esposa y madre de dos adolescentes, y los extraños a los que se refiere son las personas que asisten al sepelio de su madre recién muerta. Además de su marido y sus dos chicos, en la sala hay más de una docena de hombres y mujeres que la miran con desinterés. En su discurso de despedida Annie apela al humor ácido y el sarcasmo para aflojar la tensión del ambiente, pero en lugar de eso revela la impostación de su dolor. Mientras tanto, su hija Charlie, una preadolescente con una discapacidad visible pero incierta, dibuja en su libreta algunas escenas de lo que ve ahí. Entre ellas hay un retrato del cadáver de su abuela en el féretro y otro, revelador, en el que su madre tiene un gesto de enojo que contradice la pose superada con la que habla desde el púlpito. Toda la primera mitad de El legado del Diablo –abusivo título local de Hereditary (Hereditario), ópera prima de Ari Aster– está llena de este tipo de escenas ambiguas, en las que las verdaderas emociones de los protagonistas se esconden tras distintas máscaras. Mientras tanto una serie de hechos van preparando el camino para la aparición de lo imposible: una tumba profanada, los siniestros pasatiempos de Charlie, un accidente atroz, puertas cerradas con llave que aparecen abiertas de par en par.
Antes de eso, la película había comenzado recorriendo una habitación llena de maquetas que en su interior reproducen ambientes domésticos. La cámara acaba metiéndose en una de ellas justo cuando Steve, el marido de Annie (Gabriel Byrne), entra al cuarto de Peter, el hijo mayor, y lo despierta para ir al velorio de la abuela. Lejos de ser una muestra gratuita de virtuosismo, el truco de cámara tiene varias razones que lo justifican. Por un lado, presentar el trabajo de Annie, a quien la actriz australiana Toni Collette le presta su impresionante arsenal de recursos dramáticos. Annie construye miniaturas realistas de diferentes escenas cotidianas, usando algunas de ellas para recrear momentos traumáticos de su propia vida. Como si se tratara de constelaciones terapéuticas, en esas escenas aparecen conflictos irresueltos que la familia arrastra y a la vez funcionan narrativamente como flashbacks que entregan pistas sobre el origen de la crisis que los envuelve.
La consecuencia de esto es un escenario de dos caras, una de las cuales se mantendrá inicialmente fuera de campo, para comenzar a revelarse de manera lenta pero firme a lo largo de la segunda mitad. El uso oportuno y disrruptivo de “Both Sides Now”, canción de Joni Mitchell pero en la hermosa versión original que grabó la cantante Judy Collins en 1967, resulta una forma simpática de subrayar esa dualidad de lo real. Si en la primera parte el relato se concentra en el duelo y en los modos en que los miembros de la familia resuelven su forma de convivir con los huecos que la muerte deja a su paso, la segunda se volverá catártica. Por esa vía la familia le irá poniendo palabras a los conflictos que hasta ahí se mantenían sotto voce, pero también abrirá una puerta para que aquello que acecha pueda finalmente penetrar y vampirizar el núcleo familiar. Como aquellos extraños que invadían de forma pasiva la tensa intimidad del velorio, del mismo modo Annie y los suyos comienzan a ser rodeados por lo ajeno, lo otro. Un ello que se va metiendo entre las grietas de la disfuncionalidad para hacer estallar una estructura familiar que ya se encontraba internamente destazada.
Deudora de la paranoia conspirativa de cierto cine de terror que tuvo su momento durante la década del ‘70 (imposible mencionar títulos sin caer en el pecado del spoiler), El legado del Diablo está condenada a convertirse en clásico. La solidez con que Aster maneja los recursos dramáticos, técnicos, visuales, sonoros y narrativos, sumado el timming con que pasa del drama a la tragedia o de lo sugerente al gore, convierten a su debut en un punto alto del cine de género independiente. Un lugar que el año pasado ocupó ¡Huye!, de Jordan Peele, que de forma tan sorpresiva como merecida se metió entre las candidatas al Oscar. Ambas estrenadas en el Festival de Sundance, las películas tienen varios nexos estéticos. El derrumbe del armazón que sostienen la cordura, la eficiencia en el juego con lo inesperado y lo cotidiano convertido en amenaza son algunas de esas coincidencias.