Desde que abandonó el cine narrativo, Godard se convirtió en un artista que divide. Por un lado están sus exégetas, que lo consideran una suerte de divinidad, un profeta dueño de una mirada genial sobre los temas más diversos y encuentran un significado especial en cada uno de sus planos. Por otro están sus detractores, que se irritan y lo odian de manera visceral, que lo ven poco menos que como un anciano caprichoso y presuntuoso. Una batalla dialéctica, estética e ideológica con bandos a esta altura irreconciliables.
En la línea de sus trabajos previos ( Film Socialisme, Adiós al lenguaje), El libro de imagen es una acumulación de imágenes, sonidos, carteles, citas y narraciones que funcionan asociándose, distorsionándose, potenciándose. Godard, a los 87 años, es como un DJ que samplea todos los elementos a su disposición. La violencia política y el sufrimiento humano son las principales obsesiones de este film que surfea por Rusia y el mundo árabe, por la actualidad de los ataques terroristas, aunque todo el tiempo regresa a hechos del pasado ligados a todos los "ismos" (comunismo, nazismo, judaísmo, etcétera).
No faltan las citas literarias (Malraux, Goethe, Rimbaud) ni los fragmentos cinéfilos (escenas de Fenómenos hasta Johnny Guitar), pero más allá del patchwork visual, de esa apuesta siempre experimental en el tratamiento de las imágenes y los sonidos, Godard se muestra desesperanzado, agobiado, enojado y rebelde cual joven punk respecto de las miserias, contradicciones y los abusos de las clases dirigentes. La política -nos recuerda- está al servicio del poder y los intereses más oscuros y nefastos.