GODARD HACE LA SUYA
Que Jean Luc Godard perdió el humor hace tiempo. Que se retiró del mundo. Que es un genio. Que está sobrevalorado. Que ya dio lo mejor. Que es un pedante. Que es el único director del cual se reconoce un plano como propio. Tantas cosas se dicen de Godard, de un lado y del otro. De quienes pretenden voltearlo como un muñeco o de quienes lo elevan a esferas inalcanzables. Mientras tanto Godard sigue haciendo la suya. Mientras tanto seguiremos buscando la imagen justa, su imagen justa.
El libro de imagen se corresponde con las últimas reflexiones ensayísticas del legendario director, un críptico ensamble de imágenes y sonidos, cortes abruptos, saturaciones, alteraciones, discontinuidades y consignas, entre otros procedimientos que dan cuenta de una compleja red conceptual. La experimentación puede generar idea de caos, pero sería inexacto arribar a esa conclusión dado que hay ejes que estructuran el progreso expositivo/expresivo. Por supuesto, nada es fácil en el universo de Godard. En todo caso, alejado cada vez más de los espectadores y más cerca de los fieles, la premisa consiste en entregarse a una invitación, a una asociación filosa de ideas. Y el juego es seductor si uno está dispuesto a entrar y a hacer un esfuerzo, sino (parafraseando a Borges) esta película no fue hecha para usted.
Cada una de las partes que conforman los bloques son disparadores para hacer interactuar las imágenes provenientes de diversos registros (cine, video, tv) y para interpelar los ojos y el pensamiento occidental. Ya sea en relación al estatuto de lo que vemos, cómo lo vemos y de qué modo lo aceptamos. Por supuesto, vuelven a aparecer las preocupaciones en torno a la representación del horror y el lugar del arte en el Siglo XXI como continuación de una imposibilidad, a saber, la problemática convivencia con un mundo saturado de imágenes de consumo, de oportunismo ideológico y de guerras. “El cielo sólo se calma con sangre. El inocente paga por culpable” dice la voz cavernosa en off.
Godard vuelve a extremar las posibilidades de montaje y construye su sistema de citas y de referencias alternado con fundidos en negro que caen como azotes. La demolición de la idea de continuidad temporal se sostiene con interrupciones constantes, alternancias impensadas entre signos opuestos y variaciones semánticas. Así, el apartado tres parte de los trenes asociados al cine, a los orígenes y al movimiento. Están las imágenes de los Lumiere, pero también los otros trenes, los del subdesarrollo y los de las purgas humanas. Algunos insertos de flores y animales parecen devolver la vida cuando los humanos se encargan de exterminarla (“El terrorismo como una de las bellas artes”). Las disociaciones entre imagen y sonido incluyen irrupciones de bombas, sacudones auditivos tan molestos como las saturaciones visuales, dos indicios que mucho hablan del estado del mundo y de su recomposición fílmica.
El último tramo, “La región central”, incrementa la apuesta apocalíptica. Godard parte de las desigualdades y lo hace con su habitual sarcasmo. “Hay dos clases de desigualdades: los muy ricos y los muy pobres. Unos abusan de los recursos por placer; los otros, por necesidad”. E inmediatamente surge una lúcida manera de enfrentar a Occidente/Oriente como dos espejos con reflejos distorsionados, sobre todo por el modo en que uno piensa y representa, reduce y estigmatiza al otro. Por supuesto, la argumentación nunca es lineal, pero sí son contundentes las conclusiones: “El acto de representar (al otro) es una reducción que ejerce violencia hacia el representado” o “El mundo árabe es visto como un conjunto, no como personas (…) ¿pueden los árabes hablar?”, “Siempre estaré del lado de las bombas” frente “a los estúpidos sanguinarios”.
Ahora bien, ¿quién habla en El libro imagen? O mejor dicho, ¿a través de quién habla Godard? Una respuesta posible es a partir de la historia del cine, de imágenes residuales en contrapunto con las del mundo digital, mezclándolas, haciéndolas dialogar incluso con otros lenguajes figurativos y tecnológicos. Ese ensamble es particularmente alucinante y demuestra un ejercicio notable de selección y disposición. Se trata de un paseo poético por escenas despojadas de la emoción inicial y puestas en un contexto diferente y creativo a la vez. Es cierto que por momentos la pedantería enunciativa puede irritar, pero también es cierto que hoy Godard es una especie de outsider, uno de los pocos tipos que cuestionan radicalmente, que sigue confiando en sí mismo y en sus experimentaciones cromáticas, alejado de la complacencia y más cerca de continuar incansablemente explorando las relaciones entre textos, imágenes y sonidos. Y en la suya está, porque “aunque nada salió como esperábamos, eso no cambiará nuestras esperanzas”.