Falsos comienzos, cortes, distorsiones, ralentíes, abruptos fundidos a negro, registros mixtos, sonidos superpuestos: el incansable Jean-Luc Godard está de vuelta con El libro de imagen, un ensayo visual urgente sobre el presente humano que hace de la cita y el montaje su arma semiótica, un instrumento anti-espectáculo enraizado en el amor y la manipulación artesanal del celuloide. Fragmentos de cine clásico (Saló, El soldadito, Mabuse, El expreso de Shangai) coexisten con documentos audiovisuales de los siglos 20 y 21 con primacía de guerras, bombas, ataques terroristas, migrantes, árabes y refugiados y la persistente voz de Godard, una voz anciana, seria, virulenta, de último y eterno momento, de noticiero espectral, de catacumba utópica.
La pedagogía de Godard es tan clara como lo permite su hermetismo: a sus 88 años el cineasta se erige vocero superviviente de una modernidad trágica que ha quedado atrás sin ser superada, con el statu quo económico, político y simbólico que aquel movimiento cuestionaba hoy consolidado y profundizado. Por eso si bien la consigna brechtiana de la autenticidad del fragmento por sobre el continuum ilusionista se cumple a rajatabla en el collage Godard habla sin ambages de revolución, utopía, esperanza, extinción, violencia de la representación occidental, ricos y pobres y la desaparición del cine, una agenda sintética y afiebrada de emisario rebelde.
En su incomodidad exhibitoria El libro de imagen se debate entre aporía y sentido, tiempo y atemporalidad, imagen y palabra, denotación y signo. ¿Cómo estar sin diluirse, cómo nombrar sin matar, cómo conciliar apariencia y verdad, límite y posibilidad? ¿Desde dónde y cuándo se pronuncia Godard?
“Esperar es demasiado cuando el tiempo está fuera del tiempo y la espera que tiene lugar en el tiempo abre el tiempo a la ausencia del tiempo, donde no hay nada que esperar”, dictamina el francés. Más allá de la elusión, el trabalenguas o la histeria metafísica (y es que Godard también es ese maestro mimado en Cannes que se hace aparecer en pantallas de teléfono como un receloso holograma y se resiste a abrirle la puerta a Agnés Varda cuando ella lo visita en Visages Villages), la clave de El libro de imagen se cifra en el tono, el temblor, la vibración material de cada pasaje: es en ese latir de escenas y rostros y convulsiones sociales y formales que se condensa la vida en su presencia y potencia, el mensaje en la botella de este “libro de imagen” mecido con emoción en las costas del pasado y el futuro, la luz y la oscuridad.