El pionero de la crítica cinematográfica André Bazin fundó la revista Cahiers du Cinéma en 1951. De tirada mensual en sus inicios, se convirtió en un campo de resistencia frente al modelo clásico y la narración clausurada. Truffaut, Godard, Chabrol, Rivette o Rohmer encabezaron una camada que se conformaría por más de un centenar de críticos-cineastas. Todos ellos fueron grandes escritores antes que realizadores cinematográficos y reivindicaron a través de sus escritos la pasión como salvavidas de la condición humana.
El nuevo rol del realizador cinematográfico trastocó por siempre la idea establecida, y parte de aquella semilla inicial puede rastrearse en un texto publicado en 1948 bajo el nombre de: “La Cámara Pluma” (Cámara Stylo), autoría del teórico Alexandre Astruc. Uno de los primeros en plantearse interrogantes acerca del papel definitivo del director cinematográfico, Astruc decía que el realizador debía ‘dibujar con su cámara’ de la misma manera que un escritor ‘dar trazos con su pluma’. Esto nos hablaba a las claras de un claro sentido de la singularidad individual. Además, plasmar la realidad del mundo sin manipular la mirada, exigía un espectador atento y presto a interpretar bajo su propia óptica este mundo figurado, enalteciendo el acto artístico.
Siguiendo la ruta iniciada por Astruc, este variopinto grupo de cinéfilos (luego convertidos en directores amateurs) perseguía la libertad creativa, poseía una gran cultura general y un profundo carácter de espontaneidad a la hora de ponerse detrás de la máquina de escribir (luego de la cámara). Precursor de esta camada emerge la figura de François Giroud, quien en un artículo publicado en 1958 por la revista L’Express, habló por primera vez de una incipiente “Nouvelle Vague” o “Nueva Ola”, movimiento cinematográfico al que lo inaugura un ícono de la cultura francesa de aquellos tiempos: Jean-Luc Godard, con su film “Sin Aliento”, en 1960.
Godard, a lo largo de su ecléctica e incansable carrera, cumplió con todos los preceptos que la entonces novedosa teoría de autor esbozaba. El cine es ese territorio en donde el director se encuentra libre en su hábitat, en búsqueda de plasmar las obsesiones, los sueños, los recuerdos y los deseos que mueven su existencia. Se trata de transgredir la propia experiencia del acto creativo para subvertir la mirada ofreciendo el discurso cinematográfico a disposición que lúdicamente se dispone a jugar con lo verdadero y falso del lenguaje (he aquí el carácter ilusorio del cine como arte), pero con una profunda conciencia de desafiar los límites que lo establecido impone.
Similar impacto puede percibirse en la obra que el francés desarrollara a lo largo de seis décadas de continua reinvención. Un cineasta recurrente en trabajar formatos experimentales como el collage, cuya monumental obra “Historie(s) du Cinema” resulta el epítome de una obra tan excesiva como inclasificable. Abordando el registro de video experimental, el cineasta francés plasma su propio testamento cinéfilo en un encomiable trabajo que le demandara una década de realización (1988-1998). Estrenado con motivo del centenario del Cine, este extenso proceso de reescritura y metarreferencia sobre su propio legado y concepción autoral se asemeja a una prolongación de sus propias inquietudes como autor cinematográfico; de esas que su filmografía entera se retroalimentó. Al momento de su estreno, la magnitud de este registro lo convirtió en un ejemplar dificultoso de abordar. Sin embargo, la distancia que otorgan los años, se ha comprobado en más de una ocasión, siempre brinda otras posibles perspectivas.
A las puertas del siglo XXI, el cine se ha vuelto centenario. Cronológicamente, y teniendo en cuenta que nació un 28 de diciembre de 1895, podría decirse que nuestra querida gran pantalla está transitando su tercer siglo de vida. Lo cierto es que, cruzando la barrera del tiempo, el cine adquiere carácter de madurez. Recapitular el legado de una disciplina expresiva transcurrido un siglo de su existencia, en términos de la historia del arte, no deja de resultar un lapso de vida breve, si lo comparamos con otras expresiones milenarias. No obstante, desde aquel bautismo de fuego -bajo el puño de Ricciotto Canudo en el llamado ‘Manifiesto de las Siete Artes’- hasta hoy, el cine ha recorrido un trayecto profuso.
Su evolución como arte se ha mantenido constante, en perpetua transformación y en abundante producción. Testigo de un siglo que avanzó a ritmo vertiginoso, el cine mutó incontables ocasiones en busca de trascender los límites de su arte sin perder jamás su esencia. Su naturaleza, fue la de provocar nuestra mirada. A ropósito, resulta válido preguntarse, ¿cuánto queda de aquel deseo de transgresión presente en la icónica navaja que rasuraba el ojo durante la provocativa “Un Perro Andaluz”, de Luis Buñuel? Aquella violenta escena representó un antes y un después para la historia del Cine. Esa agresión a nuestros ojos (proveniente de un movimiento tan irreverente como el surrealismo) representaba una toma de postura: provocar nuestra mirada y despertar nuestros sentidos era una manera de involucrarnos con la génesis del lenguaje. La afrenta llevada a cabo por Godard, casi un siglo después, parece querer retomar aquella senda: despertarnos de un eterno letargo. Sin el espectador y su eco personal sobre cada obra visionada, no habría arte posible.
En 2014, Godard estrena una extraña pieza llamada “Adiós al Lenguaje”, reformulando la utilización del portentoso instrumento 3D, el descubrimiento más revelador acerca del rumbo trazado por el cine moderno: espectacularidad en detrimento de contenido.S in embargo, el francés subvierte las normas. Potencia el vehículo tecnológico como mero pasaporte de sus obsesiones. “Adios al Lenguaje” resultó una atractiva guía experimental. Un testamento sorprendente, provocador y, por momentos, inaccesible. Derroche de virtuosismo que filosofaba, de modo lúdico, sobre el estado del mundo y nuestra caótica existencia. Desconcertándonos, el inclasificable autor nos deslumbraba como el mejor prestidigitador.
El emérito director ruso Andrei Tarkovksi, solía decir en sus ensayos teóricos publicados, que el cine, gracias al uso de los elementos que constituyen su lenguaje, tenía el poder de esculpir el tiempo, una forma poética de ver el mundo y relacionarse con la realidad, haciendo partícipe al espectador del conocimiento de la vida, nada menos. Casi cien años después de la desobediente y valiosa afrenta buñueliana, la imagen en movimiento nos sigue maravillando a 24 fotogramas por segundo, a medida que el artificio cinematográfico ha perfeccionado sus técnicas, amalgamando el relato audiovisual al espíritu de su tiempo. Ello ha colaborado en que la magia de sentarnos en una sala a oscuras a ver una película continúe deslumbrándonos. Por tal motivo, films que rompen con todo tipo de esquemas previsibles, como el pertinente caso de “El Libro de la Imagen” resultan valiosas gemas que aguardan nuestro descubrimiento.
La quintaesencia cinematográfica ha sido objeto de revisionismo para teóricos y estudiosos de la materia desde siempre. ¿De qué forma podríamos mensurar la radical deconstrucción del lenguaje llevada a cabo por un pionero del Dogma 95 como Lars Von Trier? No caben dudas que su impacto en las reglas del lenguaje representó un regreso a las fuentes primigenias del cine tan osado como necesario para su evolución. La distancia que otorgan los años, se ha comprobado, siempre brinda otras posibles perspectivas. Acaso desafiando las reglas del tiempo y pretendiendo romperlas, lo acometido aquí por el inmortal Jean-Luc Godard nos habla, a las claras, de la supremacía y potestad que adquiere el artificio cinematográfico en sus manos. Ese poder de fascinación sobre nosotros sigue intacto, afortunadamente.
Un lustro después de aquella singular experiencia en 3D, Godard retoma la apuesta con “El Libro de la Imagen”, un erudito collage de influencias literarias, plásticas y cinematográficas que descompone el lenguaje cinematográfico sobre nuestros ojos. Con palpitante lucidez, este joven octogenario derrama sobre nosotros una auténtica enciclopedia sobre el séptimo arte. Nos inunda de colores, sonidos e imágenes de extrema belleza, que sacuden nuestros sentidos e intelecto. Su última creación resulta una infrecuente y valiosa invitación al pensamiento, bienvenido desafío intelectual.
En tiempos del cine en tercera dimensión, la huella inicial del arte cinematográfico se rastrea desde aquellos primeros experimentos de un visionario como George Méliés. Sin perder de vista que también el espectador ha cambiado, con la importancia que ello conlleva. En toda expresión artística, el receptor de la obra (visual, sonora o escrita) juega un rol fundamental. En gran medida es éste quien completa el sentido de la misma. Al menos uno de tantos posibles. Y son, precisamente, esos parámetros de subjetividad inmanejables para el artista lo que convierte al acto gozoso de contemplar una obra cinematográfica en algo intransferible. Justamente, en esa comunión del artista con el público (y del film como puente entre ambos) también reside gran parte de la magia del arte cinematográfico. Una fórmula que “El Libro de la Imagen” se anima a comprobar sin fecha de caducidad.
Nuevamente, la sala a oscuras y el ritual de absoluto placer de contemplar esta historia que quedará grabada en nuestra retina y pasará a formar parte de nuestro olimpo de films imprescindibles. Godard concibe su ulterior relato fragmentado, confluyendo en un arrojo audiovisual que no teme hermanarse con su desmesurada intertextualidad. Un libro de imágenes como tesoro de toda biblioteca cinéfila.