Jean-Luc Godard nunca fue para todos. Y ahora es sólo para los godardianos acérrimos. Ellos van a solazarse con sus juegos de contrapunto entre sonido e imagen, la superposición de textos sonoros, la perversión de imágenes mediante diversas técnicas, el montaje arbitrario de fragmentos de cualquier origen, los cortes abruptos, la inclusión repentina de signos, títulos y subtítulos por cualquier lado, y los aforismos estrafalarios recitados con voz sentenciosa y monocorde.
Todo esto ya lo hacía desde la época del fílmico, pero ahora, con el digital y una isla de edición en su propia casa, el entretenimiento (para Godard y sus fieles) toma proporciones mayores. En cuanto al contenido, se lo explica como una lectura en descomposición sobre asuntos como la guerra, la esperanza y el mundo árabe. Esto último ocupa un tercio del totalopia casa.
Eso, para los godardianos. Para el resto, él muestra lo que no se debe hacer. Confuso, chanta, pesado, divagante, no le dicen lindo porque tampoco lo es. Queda la tercera posición: como lo suyo es, básicamente, un collage de casi 200 fragmentos y citas citables, uno puede entretenerse identificando a qué película o autor pertenecen. El aportó "El soldadito", "Los carabineros" y "Tout va bien". El último fragmento, mucho después de los créditos finales, corresponde al bailarín enmascarado de "El placer", un viejo que pretende seguir en carrera y llamar la atención de las jóvenes. ¿Acaso sea una velada autocrítica del propio Godard?