Ya hemos visto cómo Disney transfotma sus clásicos animados en películas “con actores” llenas de trucos digitales. Pasó con Cenicienta y pasó con La Bella Durmiente (transformada en Maléfica, y que no es una mala película). Pero por fin, con El libro de la selva, aparece una gran película, mejor que el film de 1968 -el último supervisado por un Disney ya enfermo. Aquí hay un director, Jon Favreau, que además toma en cuenta otras versiones del libro de Kipling: la clásica de Zoltan Korda con Sabú, y la más reciente de Stephen Sommers, ambas más fieles a los cuentos. Favreau toma todo y hace algo insólito para hoy: construye un sólido y conmovedor film de aventuras, la historia original del niño criado por animales, sin las urgencias bochincheras de las actuales películas de acción. Aquí hay tiempo justo, personajes inolvidables y, sobre todo, un tratamiento del universo digital que tiende a la máxima naturalidad. Realmente sentimos los árboles, las hojas, el sol, el agua, la lluvia. Ya no porque se haya registrado con amor, sino porque se los ha reproducido con respeto. Y también el mundo animal: la creación digital sigue el estándar que Disney estableció en 1942 con Bambi, el punto medio entre la estilización poética y el realismo fotográfico. Y en medio de todo este entorno creado, el pequeño Neel Sethi, el único ser de carne y hueso, que nos hace creer -y nos hace emocionar- actuando solo, frente a paneles azules. Una de las hazañas es esa: que el juego de un niño se transforme en una aventura que nos devora.