La nueva adaptación de El Libro de la Selva, ese clásico que marcó lo mejor de la obra de Rudyard Kipling (su otra novela indispensable fue El Hombre Que Quiso Ser Rey), se mantiene fiel al espíritu de su predecesora animada, manteniendo incluso sus recordados pasajes musicales.
El sentido de la aventura no sólo se mantiene intacto sino que se potencia gracias a una sorprendente factura técnica: el hiperrealismo de los efectos especiales intensifica la imponente belleza de la naturaleza (aún si artificial, en su mayor parte) y resulta así impactante ver a los animales rugir para luego esgrimir profundos diálogos, con una naturalidad que por momentos se torna realmente cautivante. Dicho realismo contrasta, sin embargo, con los momentos musicales que aunque mantienen su encanto intacto, chocan con lo sombrío y adulto de otras escenas. Sucede que al ver un oso bellísimamente rendereado (sí, tan bueno como aquel de El Renacido), uno tiende a pensar más en El Oso de Jean-Jacques Annaud que en Winnie Pooh.
La historia de Mowgli, el niño-cachorro criado por una manada de lobos y protegido por un sabio puma (Ben Kingsley), no luce anacrónica en absoluto sino que, por el contrario e irónicamente gracias a su ritmo clásico y sencillo, devuelve al género de aventuras una frescura que Hollywood parecía haber perdido.
No hay aquí sobresaltos ni variaciones o adaptaciones del mensaje del original para con nuevos públicos: la película de Jon Favreau (Iron Man) se mantiene fiel al espíritu del libro de Kipling, actualizando apenas su aspecto visual y sentido del espectáculo. Habrá que ver si la futura re-adaptación pautada para el 2018 dirigida por Andy Serkis (¡¿para qué?!) corre la misma suerte.