Lo mexicano no es sólo unos mariachis
Con un diseño de imagen impactante, que se aleja de la animación digital imperante, la película de Gutiérrez elude los lugares comunes y paternalismos de la gran industria. Y la historia marcha bien, hasta que en el pasaje final se rinde al cliché.
Cuesta entender qué cambió en la industria norteamericana –y en todo Estados Unidos– para que una película como El libro de la vida sea posible. Quizá sea la consolidación de la comunidad hispanoparlante como primera minoría estadounidense, superando a los afroamericanos y orientales, y ya con más del diez por ciento de la población comunicándose mediante la lengua de Cervantes. O, por qué no, al arribo a Hollywood y posterior masificación e internacionalización de nombres como Alfonso Cuarón (Gravedad, Niños del hombre) y el especialista en “temas importantes” Alejandro González Iñárritu (21 gramos, Babel, Biutiful) durante la primera parte de la década pasada. Lo cierto es que ahora se estrena una película norteamericana, con mayoría de elenco vocal y equipo técnico ídem, cuya materia prima es el acervo cultural mexicano. La sola enunciación invitaba a presumir un cúmulo de lugares comunes y cientos de sombreros, mariachis y bigotes, pero el equipo creativo, encabezado por el veterano animador y realizador azteca Jorge Gutiérrez, sabe la diferencia entre “reírse de” a “reírse con” y está dispuesto a aplicarla apropiándose de esos elementos folklóricos para incluirlos según su funcionalidad y pertinencia narrativa antes que por la gratuidad del guiño canchero y suficiente. El resultado es un producto hecho con respeto, conocimiento y mesura, disociado además de las habituales connotaciones negativas o paternalistas que el cine norteamericano le dispensa a cualquier elemento que encarne una potencial otredad.
Gutiérrez ya tenía experiencia masificando su cultura en la serie de Nickelodeon El Tigre: Las aventuras de Manny Rivera. El libro de la vida continúa esa línea, vampirizándole la iconografía y la mitología al mexicanísimo Día de los Muertos, ambientando allí la historia de un chico en pleno debate entre el deber impuesto por los mandatos familiares, en este caso constituirse como un gran torero, y los deseos personales relacionados con su desarrollo musical, todo en medio de la batalla romántica por una bella señorita. Lo anterior será excusa para un paseo por un mundo terrenal deliberadamente artificioso, una suerte de purgatorio lúgubre y grisáceo llamado el Reino de los Olvidados y la hipercolorida Tierra de los Recordados, todo con una estilización cuyo principal significado es la explicitación de una apuesta por la plasticidad inmaterial en tiempos en los que la animación digital es capaz de alcanzar niveles espeluznantemente realistas.
Esa imaginería, sumada a un desarrollo narrativo enmarcado en una celebración destinada a honrar la memoria de los difuntos, abre las puertas a la tematización, mas no sea tácitamente, al temor a la muerte y el dolor de quienes sobreviven, convirtiendo a las etapas seminales de Burton en referencia inevitable. Sin embargo, Gutiérrez evade la pose de pesimismo infantiloide del otrora descastado de Disney dándole luminosidad y burbujeo a las imágenes y un tono lúdico y festivo a la narración, decisiones lógicas si se tiene en cuenta que el productor es Guillermo del Toro, ese niño en cuerpazo de hombre que se dio el gusto de gastar millones de dólares para materializar su fantasía infantil de criaturas/ juguetes gigantescos repartiéndose trompadas y patadas enraizada en una historia trágica en la notable Titanes del Pacífico. Pero las singularidades llegan hasta la última parte, cuando El libro de la vida parece recordar el habitual menosprecio del cine mainstream a la inteligencia del público infantil y empuja el desenlace hasta caer en una moraleja que, por si no fuera suficiente con su sola puesta en pantalla, es explicitada a cámara sin un ápice de sonrojamiento. Una chingada el final, cuates.