Los Hughes no tienen vocación subversiva, no toman los géneros para burlarse o modificarlos. Elaboran tesis sobre la violencia aprovechando la superficie de cada género / universo, y el mundo post-apocalíptico no es el terreno más fertil para ellos.
Desde Verdugos de la sociedad, pasando por Presidentes muertos y llegando incluso a Desde el infierno, los hermanos Allen y Albert Hughes han construido una obra alrededor de la violencia. Esa violencia está bien emparentada con un grupo social, una época, un contexto, incluso una moral. Con El libro de los secretos no sólo continúan en esa vertiente, donde las verdades se resuelven por medio de la sangre, sino que dan en el blanco con una forma de la violencia, esa que encuentra fundamentos en la fe cristiana. De lo que no estoy muy seguro es que su visión, como sí lo habían logrado anteriormente, adquiera alguna posibilidad crítica sobre el elemento observado.
Eli (Denzel Washington) recorre un mundo post-apocalíptico, donde el mayor bien es el agua. Se mata por una cantimplora. Y él está dispuesto a defenderse, incluso cuando le quieran sustraer el libro que transporta con singular motivación. El film, a partir de un trabajo estético exacerbado, incorpora elementos del cómic, recuerda concientemente a otros clásicos del subgénero (algunos viejos, otros recientes como Soy leyenda) y se construye sobre las bases del western.
A los Hughes no los alimenta una vocación subversiva. No toman los géneros para burlarse ni para modificarlos: son las superficies sobre las que elaboran su tesis acerca de la violencia en la sociedad como forma de educación cultural. Para ellos tanto da recrear el cine urbano de pandillas (Verdugos de la sociedad), como el cine bélico sobre el fracaso de Vietnam (Presidentes muertos), como el thriller gore y gótico (Desde el infierno). De hecho, si vemos bien, se amparan en un registro genérico y estético para hablar de diferentes estadios de la violencia instaurada.
Si la violencia urbana de los guetos, Vietnam o la Inglaterra de siglos pasados existieron como objetos reales, aquí se aplican en verdad a un mundo imaginario, el post-apocalíptico, del que sólo tenemos registro a partir de lo que han imaginado el cine y el cómic. Por eso funciona el film desde el concepto: tanto la sobreactuación de Gary Oldman como el villano Carnegie, dueño del pueblo en el que recala Eli, como cada escena de violencia estilizada, contraluces, falta de color en la imagen y movimiento de cámara, se sostienen por ese ideario. El film, en ese sentido, es un pastiche.
Pero el problema radical de El libro de los secretos es que mientras antes los Hughes se valían de lo real como condimento para sus historias fantásticas, ahora invierten en rasgo. Todo lo que la película construye está guiado por la necesidad mensajística y plomífera de la causa de Eli: transportar la última Biblia que queda sobre la faz de la tierra. Sólo la aparición de Michael Gambon y Fraces de la Tour parecen darse cuenta que lo que se está contando es un disparate.
Sobre la última parte (aunque en verdad lo venía haciendo desde el principio, pero no nos habíamos dado cuenta por ausencia de mensaje), la película se toma demasiado en serio a sí misma, cuando en realidad lo que tenía para decir era sólo superficie. Se pone solemne, pesada y, para colmo de males, la ausencia de una mirada crítica avala a la violencia como forma de construir ciudadanía. El reinicio de la humanidad, en los parámetros de El libro de los secretos, es la ponderación de la fe cristiana ungida a sablazo limpio. En su buceo por la moral de la violencia, los Hughes hallan la mayor inmoralidad que han hecho hasta el momento.