Ni blanco, ni negro
Un trabajo en el fin del mundo. Así lo define Ottway. Ser un francotirador al servicio de una compañía petrolera en Alaska. Dedicarse a matar a los lobos que acechan a los obreros mientras estos trabajan.
Liam Neeson desde hace un tiempo compone a un tipo de duro que en este filme alcanza, tal vez, su máxima humanización. Es el duro melancólico, el que en este caso añora la felicidad compartida con su esposa mientras se plantea cuestiones filosóficas acerca de su propia existencia.
Los planteos intelectuales de pronto deberán dejar paso a la acción, cuando el avión en el que Ottway viaja junto a otros trabajadores cae en medio de un desierto de nieve. Son unos pocos sobrevivientes que deberán imponerse al frío extremo, a sus propias debilidades y, para empeorar las cosas, a un jauría de enormes lobos.
El filme funciona como una aventura sin demasiadas sorpresas en lo narrativo, a la vez que como metáfora de la autosuperación del individuo. Por momentos densa, monocorde, con algunas buenas escenas de tensión entre los actores, se destaca la labor de producción y una buena fotografía.
Neeson se afianza como el actor maduro que es en producciones de consumo masivo -hemos visto que ultimamente no le hace asco a casi nada- y cada tanto nos ofrece además de su profesionalismo, alguna actuación digna de ser elogiada, como en este caso.