Algo así como “una de acción existencial”, El líder es básicamente un drama de sobrevivencia, con un grupo de tipos de piel áspera tratando de seguir viviendo, sin víveres y frente a una manada de lobos hambrientos, en uno de los entornos más inhóspitos del planeta. Sobre ese núcleo de acción se sobreimprimen no sólo una historia trágica sino también un debate teológico que, por fuera de lugar que luzca en este contexto de sangre, aguante y dentelladas, no lo es tanto. Lo más sorprendente es el modo en que ese debate se resuelve, con una herejía que tal vez no desentonaría en una exposición del artista plástico León Ferrari, pero que en el ultraconservador contexto del mainstream hollywoodense resulta absolutamente revulsivo.
El primer detalle infrecuente es que los protagonistas no sean tipos de clase media sino trabajadores del petróleo, que yugan día y noche en una refinería perdida en Alaska. Trasladados de urgencia ante una inminente tempestad de proporciones, el avión que los lleva termina en pedazos en medio del hielo, con mitad del pasaje muerto y la otra mitad congelada. Salvo un puñadito de sobrevivientes, que no sólo no cuentan con víveres y apenas abrigo, sino que tampoco pueden pedir rescate (en medio de esa nada, las conexiones telefónicas son tan frecuentes como las odaliscas). Además, no saben dónde ir: nadie tiene una maldita brújula y el paisaje de alrededor es pura nieve. Enseguida, unos aullidos y gruñidos, y unos ojos que relumbran en medio de la noche les harán saber que, más que todo eso, lo que importa es no ser devorado vivo.
El título con que la película se estrena en Argentina (el original, The Grey, “el gris”, es casi impenetrable) puede llamar a confusión, sugiriendo el predominio de un héroe darwiniano, bien a la medida de Hollywood. No es el caso de Ottway, a quien interpreta Liam Neeson. En la refinería, el tipo se dedicaba a mantener a raya, fusil de por medio, a los lobos de la zona. Tarea que su negrura existencial lleva a pensar como “asesino a sueldo”. Todo un trágico, para Ottway su reciente separación resulta, por lo visto, infinitamente más densa de lo que suele ser para el común de los mortales (una vuelta de tuerca, estratégicamente reservada para el final, explicará por qué). Con el fusil partido en dos, lo único que le queda a Ottway tras la caída del avión son los brazos, alguna antorcha, en el mejor de los casos un filo improvisado. Pero además, el tipo está lejos de ser el macho alfa tradicional, ese que impone su liderazgo a como dé lugar (las comparaciones entre el grupo humano y la manada lobuna son uno de los ejes de sentido de la película).
Si el mayor lastre de El líder es el aire de gravedad, los relamidos flashbacks familiares y la grandilocuencia que asedian al protagonista, pronto la experiencia concreta –esa especialidad del mejor Hollywood– tiende a disolverlos, aunque no queden difuminados del todo. Cuando uno de los miembros del grupo se pone a reflexionar en voz alta sobre el carácter de predestinados, un semáforo rojo se enciende ante el espectador, que se prepara para asistir a una nueva variante de aquella vieja obsesión estadounidense: la del destino manifiesto. Que otros de los sobrevivientes contraponga a esa vulgata el más elemental pragmatismo –sosteniendo que de lo único que se trata es de seguir vivos, y que esa no es tarea que convenga delegar en alguna entidad sobrenatural– demuestra sin embargo que lo que se abre aquí es un inesperado debate entre misticismo y materialismo. Debate que se redobla cuando Ottway, acorralado, eleva los ojos al cielo y lanza una plegaria a quien se supone habita allí. Momento de definiciones, que en nueve y media de cada diez películas hollywoodenses se resolvería de modo contrario a como lo hace aquí. El mundo puede ponerse duro y ahí el único que puede hacer algo por vos sos vos, sostiene, a la larga, este drama de sobrevivencia que tendrá sus fallos, pero no cree en supersticiones salvadoras.