La percepción
Si hay algo que logra producir El limonero real (2015), la última película de Gustavo Fontán basada en la novela homónima de Juan José Saer, es una inmediata e irresistible atracción. Acaso lo mismo que logra producir en cada nueva lectura la prosa inconfundible del gran escritor santafecino. El film de Fontán exhibirá una evidencia decisiva: la experiencia de haber estado durante un breve lapso de tiempo literalmente capturado por lo que se ha visto, fascinado por cada una de las imágenes que el director ha concebido a partir de los trazos singulares de su propia escritura cinematográfica.
Fontán pareciera filmar con la firme convicción de que el cine es antes que cualquier otra cosa una experiencia sensible. Una experiencia que encierra como promesa la posibilidad de percibir múltiples texturas de una realidad siempre inalcanzable. Fontán filmará un viaje de la percepción que se apoyará fuertemente en la mirada, pero que se expandirá mediante su envolvente influjo sobre la totalidad de los sentidos.
Fontán pareciera haber encontrado en las islas del río Paraná un espacio simbólico perfecto, casi revelador. Una zona lo suficientemente enigmática y sugerente como para que pueda desarrollar su proyecto cinematográfico –allí mismo realizó películas previas como La orilla que se abisma (2008) y El rostro (2014)-.
Proyecto que no podía sino desembocar en Saer. Si alguien podía aproximarse desde el cine a la literatura de Saer, ese era Fontán. Fontán ostenta la suficiente audacia como para relacionarse -una relación, por supuesto, conflictiva- con un texto como El limonero real. La audacia necesaria como para intentar hacer centellear en la pantalla una de las obras más singulares de la literatura argentina y latinoamericana del siglo veinte.
Una historia que tendrá como protagonista a Wenceslao, un hombre que vive con su mujer en un rancho humilde sobre las orillas del río, y que se dispone desde el comienzo del día a organizar junto a otros familiares de la zona los preparativos para el festejo de fin de año.
Su mujer, sin embargo, se negará a acompañarlo, no asistirá a la fiesta, no se moverá en ningún momento de su casa. En ella todavía persistirá la necesidad de continuar un duelo que sobrelleva hace años por su hijo muerto. Una muerte que perseguirá, mediante su poderosa influencia, como un rumor secreto y persistente, a Wenceslao durante su recorrido por las islas. Secuencias extraordinarias puntuarán el recorrido a través de un río en apariencia sereno, a través de la frondosa vegetación de las islas, a través de su ejército de árboles, arbustos y pasto. Un recorrido que será interrumpido por breves ensoñaciones. Figuraciones extrañas, casi espejismos, del pasado.
“Amanece y ya está con los ojos abiertos”. Fontán se apropiará, desde el comienzo, de la inolvidable frase inaugural de la novela de Saer, a fin de organizar expresivamente una perspectiva mediante la cual proyectar su relato. Una perspectiva por momentos ensimismada, que configurará un espacio insólito, infrecuente, que convertirá un lugar familiar, cotidiano, en un territorio amenazador. Será precisamente en esos momentos excepcionales cuando el sonido ambiente de pronto se suspenda y comiencen a aparecer otros sonidos, otros ruidos. Fontán prestará debida atención a la escucha mediante un despliegue muy particular de ilusiones y contrastes sonoros.
Las conversaciones entre los personajes de pronto se escucharán diferidas, como en eco. En una escena, Wenceslao se tirará al río para refrescarse y por un instante descubrirá en todo su esplendor la emergencia controversial de una muerte cercana.
El limonero real es una obra maestra. Fundamentalmente porque introduce en cada plano, en cada una de sus secuencias, la posibilidad de una profunda expansión perceptiva. Como aquella que puede provocar la quietud de un último plano. Cuando un hombre, después de un extenso último día de fin de año, por fin se siente y contemple un punto del vacío, tratando de escuchar, buscando al menos percibir, lo inescrutable.