Adaptada de la célebre novela de Juan José Saer, la película combina a la perfección el mundo literario del escritor con el universo estético del realizador de “El árbol” y “El rostro”.
Gustavo Fontán encaró un desafío difícil al proponerse adaptar al cine EL LIMONERO REAL, la célebre novela de Juan José Saer, escrita en 1974. Si bien por su elaborado y preciso tono descriptivo uno podría considerarlo un texto hasta “cinematográfico”, en la pantalla aparenta ser muy difícil mantener o recrear lo que hace personal a la obra del escritor santafesino: su particular uso de la lengua castellana, su cadencioso fraseo, la minuciosa construcción de cada uno de sus largos párrafos.
A la vez, esa detallada descripción que el escritor hace –de un árbol, de una caminata por un bosque, del río que su protagonista atraviesa más de una vez, de los detalles de la preparación de una comida o de los vaivenes de una cena– complican cualquier estructura cinematográfica clásica. Uno podría hacer un largometraje solo siguiendo, paso a paso, los detalles que se describen en la primera parte del octavo capítulo de la novela. Todo sucede y nada sucede allí: el grado de precisión descriptiva de hechos es tal que la acción podría concentrarse en tiempo real en la manera en la que dos personajes sirven cordero a los comensales o en cómo uno de ellos bebe vino.
Pero Fontán no es un cineasta clásico y la opción que tomó fue mantener el hilo narrativo de la mínima trama y rodearlo de imágenes que, de un modo u otro, se correspondieran con el espíritu, el tono de la obra. No hay voz en off ni se busca una referencia visual exacta para cada una de las escenas de la novela (no busquen una imagen que se corresponda con el reiterado y filosófico “amanece y ya está con los ojos abiertos” del texto porque no está) sino que se se trata de captar una esencia que, Fontán entiende, se presenta en esa obra de Saer: una suerte de elegía sobre la ausencia, una inasible reflexión existencial sobre el paso del tiempo.
En lo básico, EL LIMONERO REAL –tanto el libro como la película– cuenta la historia de Wenceslao (Germán De Silva), un hombre que vive en una isla con su mujer, quien está de luto hace seis años por la muerte del hijo adolescente de ambos. Es Año Nuevo y son invitados a pasar las fiestas con la familia en una isla cercana, pero la mujer sigue de duelo y no quiere ir. Es él entonces quien va, en bote y con los infaltables limones de regalo, a pasar el día con sus parientes, donde atravesará distintas situaciones con cuñados, primos, tías y sobrinos.
Fontán se deshace de algunas de las zonas de la novela más complicadas de adaptar (los cambios temporales y flashbacks que aparecen de la nada, por ejemplo) y va pasando de las escenas de encuentros sociales, tensa camaradería y velados reclamos familiares –que tan bien describe Saer– a los momentos, si se quiere, más poéticos del texto, aquellos en los que la naturaleza que rodea a los personajes cobra un peso esencial, transformándose en la otra protagonista de la historia, logro que es posible también gracias a un muy cuidado trabajo sonoro que se vuelve clave, especialmente, sobre la última parte del filme.
El director de EL ARBOL y EL ROSTRO –que podría ser vista casi como un ensayo o demo para esta película– ya es un experto en ese tipo de retratos descriptivos en los que la naturaleza cobra un protagonismo único. Y también ha demostrado tener un gran manejo de cierta poesía de lo cotidiano, encontrando belleza y magia en detalles visuales de disimulada pero notoria elegancia. Y si bien es cierto que leer previamente el libro ayudará al espectador a entender mejor la propuesta –y saber qué esperar y qué no–, de todos modos el filme se sostiene por su propio peso, dejando en claro que, en la mayoría de los casos, la transposición es inteligente y lúcida.
El filme logra ser por momentos fascinante ya que Fontán consigue ser poético sin forzar esa denominación mediante recursos falsos ni coqueterías visuales que podría hacer un émulo de Terrence Malick del subdesarrollo. Acá no hay cámaras lentas ni excesivos rayos de sol entre las hojas ni música alguna. La película es poética por su pureza, su nobleza y su verdad. Y en ese sentido, más que en cualquier otro, es fiel a Saer y a su obra.