La pesquisa
Algo respira, aunque no puede verse bien qué es. Un bulto blanco que se mueve rítmicamente, como si estuviera fundido con el resto del entorno y todo fuera lo mismo: árboles, plantas, tierra, río, animales. La imagen es de una belleza asombrosa y evoca como pocas veces el movimiento saeriano de la descripción: se informa obsesivamente sobre el estado de la materia, pero sin llegar nunca a agotar la cosa sino que, al contrario, se la restituye en su ambigüedad, se la integra en un orden más extenso hasta que todo parece conformar un solo organismo, vivo, complejo que, como el bulto blanco que se confunde con la vegetación, respira a su vez. El cine de Gustavo Fontán siempre tuvo una voluntad descriptiva que lo llevó a detenerse sobre los objetos y las personas para mirarlos en detalle con la seguridad de que el cine puede arrancarles algo único, inédito, nunca visto por otras vías. Esa búsqueda tuvo diferentes momentos y formas, ya sea el ánimo a veces documental de El árbol, el tono contemplativo de La madre o el gusto por lo fantasmático de La casa. No leí El limonero real, pero es fácil adivinar en la película el eco de otros libros de Juan José Saer en la extrañeza con que se observa el paisaje y a sus habitantes, en la manera particular de pararse a mirar un gesto pequeñísimo (y, por eso mismo, frágil y evanescente), en cómo el relato puede trazar las coordenadas mínimas para hacer surgir de ese terreno algo distinto de una narración, en una apuesta estética que solo puede darse en los términos propios de la literatura (o, en este caso, del cine). Una trama elemental reverbera con la fuerza suficiente como para que el director pueda desentenderse de las obligaciones del relato clásico y se dedique plenamente a cartografiar el universo de alguna isla perdida en el río Paraná. Cada acción sugiere los signos de una repetición ancestral, como si en la preparación de un pescado o en el sacrificio de un cordero se hiciera visible fugazmente la historia entera de los hombres. El personaje que interpreta Rosendo Ruiz juega con unos chicos: se revuelcan en la tierra, forcejean, se dominan y atacan, como si una fuerza surgida de alguna parte los empujara misteriosamente a ejecutar ese ritual primitivo al que la cámara asiste maravillada, un poco como el protagonista de El entenado. El orden social precario que regula las transacciones de los habitantes se revela, sin embargo, más complejo y duro de lo que parece: el retiro autoimpuesto de una mujer (después de seis años, mantiene el duelo de su hijo) señala la distancia que separa la sociedad de la naturaleza. Fontán filma a sus actores muy atento a las superficies y a los contornos que parece inscribir la vida en ese lugar: las miradas, los gestos, la manera de masticar o de pararse a hablar con alguien, todo resulta un efecto inconfundible del entorno. Llega la noche, termina el festín y el director debe resolver una cuestión difícil: ¿cómo registrar la pervivencia de lo arcaico a través de un instrumento moderno como el cine? Previsiblemente, el fuego se vuelve enseguida un elemento transfigurador que la fotografía de Diego Poleri aprovecha al máximo, y la segmentación que realiza el director, separando a cada personaje en un plano único, completa la escena: por un momento, todos están separados del resto en la oscuridad, mirando el fuego, la luna o alguna otra cosa más antigua que la cámara no señala, como si se midieran con algo indecible y sobre lo que no tiene sentido hablar. No se trata de un momento de reflexión en el que los personajes toman conciencia de algo más grande que ellos (eso sería casi un lugar común), sino de un abismo que se abre en alguna parte, de un velo que se rasga apenas y que anuncia, desde el off, algo que la película rehúsa explicar, un misterio esencial que los sacude y deja como congelados, solos, suspendidos entre las imágenes y un más allá. Como pocos otros, el cine de Gustavo Fontán trabaja la imagen a partir de un fuera de campo cada vez más denso, más robusto e imposible de imaginar por fuera del campo de acción del cine.