Una ciénaga de ramas y brillos
El film de Gustavo Fontán recrea de manera admirable el libro de Saer. Desde una poética propia, el director elige momentos sonámbulos, de insectos y río. El dolor de la ausencia y el árbol mítico. Se proyecta mañana en El Cairo.
Es ver El limonero real y sentir la sensación de algo que se cierra y se queda dentro. Para los fines narrativos, se trata de Wenceslao (Germán de Silva), de su andar sin palabras, con la mirada que atisba el día que nace en el litoral, a la espera de esa noche donde se celebra fin de año, y se renueva el ritual infructuoso de convencer a su mujer de asistir. Es que el hijo se les ha ido, caído de un andamio en la ciudad. Hace seis años, y la madre continúa el duelo. Debieran haberla enterrado con el hijo, dice Rosa, la hermana (Eva Bianco). No, dirá luego Wenceslao, me debieran haber enterrado a mí.
Para llegar a este punto, hay una nebulosa donde la película de Gustavo Fontán se arroja. Este desafío, desde ya, lidia con la recreación de la novela de Juan José Saer. Pero, antes bien, con el acento puesto en la elaboración de un clima distintivo, que dialogue con la obra original y, a la vez, la distancie. De esta manera, el film logra un sol que adormece, con sonidos de insectos, entre gotas de lluvia y correntada. Hay un zumbido que abre el film, también lo cierra, y no procede de nada diegético. Un acierto que repercute sobre la totalidad estética.
El amanecer y el anochecer, como apertura y cierre, también hacen lo propio, puntúan el relato. Pero la manera desde la cual entender el paso del tiempo, los momentos del día, la cercanía de la noche, será a través del accionar de los personajes. De no ser por esto, la ciénaga de ramas y brillos podría evitar el despertar; así lo supone el momento de la siesta, cuando la percepción del tiempo vuela, o tal vez se detenga, no hay manera de precisarlo ("hace como dos horas que te estamos buscando", le dicen a Wenceslao; "dormí un ratito, nomás", responde). De hecho, los planos elegidos por Fontán suelen ser estáticos, casi cegados por la profundidad de campo.
La angustia que se respira tiene momentos dolorosos, escondidos. El niño a quien apodan Ladeado pena por el desprecio de su padre: "Debiera haberle tirado al río al nacer". Éste, por su parte, mira cabizbajo, y se prende despacio la camisa luego de una golpiza. Hay hijos que se han ido, que están lejos. Otros son todavía niños. Algunos vuelven y visitan. La familia se prepara y reúne pero hay algo que permanece hondo, cenagoso. En algún momento, Wenceslao se zambullirá en el agua marrón. La cámara con él. Desde abajo todo se ve y siente diferente. Como si los sentidos estuvieran embotados. Burbujitas cubren todo, y el cuerpo puede permanecer mentirosamente inerte. En la superficie, hay algo de esto también.
La unidad dual que supone la vida (con la muerte) es la puesta en escena que replica a lo largo de El limonero real: la luna y su cara semioculta de penumbra, la superficie y el interior del río, el litoral y la ciudad, las dos orillas. Pero también, el limonero y el cordero sacrificado. Este último, para la cena ritual. El primero, protagonista ancestral de un mito familiar, cuya voz narradora ya ha sido legada. Wenceslao escucha, sólo aporta los datos que faltan. Por fin, entre diálogos que no son oídos, con música bailada con silencios, Wenceslao se permite una sonrisa. Es un momento fugaz. Los rostros de todos, finalmente, marcan un desasosiego particular. Luego toca el regreso al hogar. Para permitir al día que sigue comenzar. El dolor está, pero tal vez también el relevo. Quizás alguien continúe lo que este hombre hace. Y le libere de la carga. Mientras, seguirá remando, y cruzando, de una a otra orilla.