EL LIMONERO REAL (03)
EL SUEÑO ETERNO
ELR10
Por Marcela Gamberini
El cine de Gustavo Fontán es tan personal, indiscutible y poético como la literatura de Juan José Saer. Si ésto fuera un ensayo, se podría pensar cuál es el lugar que cada uno de estos dos autores ocupó y ocupa en el campo intelectual argentino; me aventuro a decir que habría algunas coincidencias exitosas. Pero no quiere esta nota ser un ensayo, sino sólo una probable lectura de la película El limonero real que se encuentra con el libro-novela El limonero real. Entrar en “contacto con” estos autores no nos deja indemnes; salimos de esas imágenes, ruidos, vientos, tonos, matices con esas sensaciones adheridas a la piel. La lentitud, los amaneceres, la experiencia del tiempo que siempre es la del espacio, los sonidos del viento que son los de la soledad, se quedan pegadas en las comisuras de los ojos, como lagañas aletargadas.
Tanto podemos decir sobre Juan José Saer, sobre todo cuando es uno de los narradores que ha despertado (como Wenceslao) al corpus de la literatura argentina allá por los ‘80, cuando, al menos yo lo descubrí, fascinada por esa escritura donde la anécdota de adelgaza y la letra crece y llena los ríos, las calles, las veredas. Pero prefiero concentrarme en Gustavo Fontán que entendió casi (siempre es casi) a la perfección qué es adaptar una novela: reflejar su ritmo, sus lejanías, sus lluvias, sus escasas conversaciones. Hacerse cargo de la naturaleza en todos sus sentidos: de la naturaleza de un relato puro, de la naturaleza “real” que es ésa que nos rodea y nos contiene, de la naturaleza de unos personajes que se desdibujan en la pena, en la angustia, en la violencia contenida en las palmas de las manos y en el dolor de la pérdida. Lo “real” de ese limonero es parecido a lo “real” del membrillo de Víctor Érice; es el reflejo imposible que en resolana lo “alumbra”. Los limoneros y los membrillos son tan “reales” como esa pelota amarilla que aparece sobre el final de Glosa, eso que no cesa, eso que aparece y desaparece entre las plantas acuáticas, enredada, eso que puede ser “iluminado” o “amanecido” o “reflejado”.
También lo “real” puede ser aquello que ocurre mientras sucede una fiesta de fin de año. Mientras se amanece, se recogen los limones, se quiere convencer a la mujer, se está de duelo, se toma un mate, se traslada a la casa del pariente, se hacen los preparativos para la fiesta, se brinda, se charla, se está en silencio, se siestea y se vuelve a la casa. Todo esto acontece mientras sucede la naturaleza, mientras la naturaleza avanza, impasible, serena y furiosa a la vez. La pregunta por lo real es la clave de lectura del cine de Fontán y de la literatura de Saer, sin embargo responderla es desnudarla de su encanto, de su estatuto poético, de su raigambre filosófica.
Las percepciones, las sensaciones, los sonidos son el eje desde donde se construyen tanto la película, como la novela. El “YA está con los ojos abiertos” presupone algo esencial: el cuestionamiento del tiempo como materia, como transcurrir, como duración. Ese “ahora” que puebla la novela y la película es siempre improbable: ¿cuándo es “ahora”? ¿Cuánto dura el “ya”? ¿Cuál es el estatuto del tiempo (y del espacio)? Todo esto aparece en El limonero real, en los destellos de la luz entre la naturaleza, en los desencuadres, en los fragmentos de las caras de aquellos que pasan juntos la noche de navidad, en la borrosidad de los fuera de foco. Todo es relativo, fragmentado, improbable. Tal vez, lo único real sea el dolor de una madre, el duelo infinito, el desgarramiento del alma, la herida que se abre y nunca se cierra cuando un hijo desaparece.
El relato, como historia y argumento fracasa felizmente; porque este relato está subsumido por las sensaciones. El mundo sensorial sustituye al relato, lo atomiza, lo suicida, lo hace fracasar. Porque el orden, el eje, la matriz de la novela y de la película es el modo en el que se experimenta el tiempo y el espacio, o el cómo los cuerpos ocupan ese espacio y viven ese tiempo. La escena en la que Wenceslao se desviste a la orilla de ese rio y se arroja al agua es justamente el peso, el hundimiento de lo “real” de ese cuerpo donde lo más importante es la sensación de ahogo, la inmersión en esa materia acuosa, la desaparición del cuerpo que es tragado por el agua. Esos instantes, en los que el agua se violenta, se agita, las algas se mueven y el cuerpo no aparece es radical. Mientras tanto se carnea una oveja, se la desmembra, se la fragmenta y ésta escena es invisible, es irreal. Lo único que importa es la desaparición del cuerpo en el agua. Importa lo que se escucha, el ruido infernal del agua que en ese borboteo sospecha la desgracia, la fatalidad.
Esos hombres, Wenceslao y su amigo (genial Rosendo Ruiz en su debut como actor), caminan, cruzan el campo, siempre transpirados y en silencio. Las caminatas son centrales en Saer, pues son experiencias en las que se recorre un espacio y un tiempo, donde comparte el lugar, la región y cierta temporalidad. Fontán aprovecha la solidez de su cámara para filmarlos a ellos, volviendo a la película un ensayo filosófico de una profundidad conmovedora. Esos hombres caminan mientras el rio se lleva cosas inútiles, inmateriales; el silencio y los travellings sobre la naturaleza muestran la voluntad de Fontán por recuperar un cine más primitivo, más antiguo, tal vez más “real”. En este gesto se emparenta Fontán con Raúl Perrone y sus últimas películas. Ambos rescatan lo interesante del primitivismo del cine, la necesidad de volver (como ese rio que siempre vuelve) a lo natural, a la tangibilidad de las imágenes, a la pura experiencia, a los intersticios que deja lo real, siempre tan suturado y saturado.
El conjunto del cine de Fontán es filosófico porque duda: en él se pregunta por su constitución y por sus raíces, por sus palabras y sus silencios, por el estatuto del sonido, por esa conversación que se adelgaza, anoréxica y pierde su sentido original mientras crepita el fuego. A la vez también se pregunta por el estatuto de las imágenes, por la visibilidad y su luz, por sus reflejos, por la asimetría de sus perfectos encuadres, por la lejanía y la cercanía de sus objetos. Estos interrogantes se hacen cargo de la complejidad de la representación y a la vez dan cuenta de la imposibilidad de aprehender lo real si no es a través de las percepciones, de lo percibido que siempre es indefectiblemente subjetivo y perfectible. Esas percepciones se canalizan por dos vías (por dos ríos, que no tienen orillas): lo escuchado y lo visto.
Hay algo de resistencia y provocación en el pulso de Fontán. Resistencia en la tozudez de registrar la belleza ante todo, esa belleza que funda un espacio donde el lenguaje de la prosa se mistura con el de la poesía; resistencia de apostar nuevamente al poder inefable de las imágenes, al registro sensible, a la melancolía luminosa. Fontán filma experiencias; la de filmar, la de escribir, la de sentir, la de amanecer, la del dolor profundo. En definitiva, Wenceslao como Fontán no despiertan, sólo amanecen en un universo único y personal, sensible, irreal; amanecen en ese sueño eterno que sueñas los que viven en vigilia. Amanecen, sueñan, ambos, solos. Solos de toda soledad y en ese sueño con cara de vigilia, en el que se puede estar con los ojos abiertos, construyen ese universo al que nosotros, los espectadores, volvemos siempre. Un universo bello, hipnótico y estético pero también incómodo y provocador. El único universo posible.
Marcela Gamberini / Copyleft 2016