El director Gustavo Fontán traslada a imágenes el libro de Saer sobre una pareja que vive en una isla, donde atraviesa el duelo por la muerte de un hijo. Él cree que ya es tiempo de dejar el luto, pero ella se siente incapaz de acompañarlo a la fiesta vecina. Es año nuevo. El marido irá solo, llevando unos limones, y allí se encontrará con otros personajes. Un personaje en movimiento y otro que no quiere moverse.
La anécdota es mínima. Pero la capacidad de Fontán para llenarla de imágenes en las que la naturaleza, sus barros y humedades, sus sonidos y luces, abraza a los que viven en ella -o vuelven, o se quieren ir "a la ciudad"-, gente de pocas palabras y mirada profunda, hace de El Limonero Real una película de gran potencia poética, que puede poner en escena la ausencia, nada menos, sin apelar a ornamentos visuales ni parrafadas que expliquen lo que se entiende con la claridad de un cielo despejado.