El limonero real

Crítica de Rodrigo Seijas - Fancinema

LA BUSQUEDA DE NUEVOS CAMINOS

Toda adaptación cinematográfica de una obra literaria -incluso la más fiel y respetuosa- implica algún tipo de ruptura, que ya está dada por el cambio de lenguaje. Pero ese es sólo el comienzo de otros posibles quiebres y apenas una dirección en las que se pueden producir. Lo cierto es que El limonero real, el nuevo film de Gustavo Fontán, es un intento de rompimiento -posiblemente inconsciente- por parte del cineasta no sólo con la escritura de Juan José Saer, sino también con su propio cine.

Desde la repetición de tiempos, palabras y situaciones, la pluma de Saer, con su distintiva cadencia, le impone límites al cine de Fontán, pero también le otorga posibilidades y potencialidades, nuevas formas de repensar temas, modalidades y herramientas que vienen habitando desde hace tiempo su mirada cinematográfica. En la historia de esa familia que habita las costas del Río Paraná, atravesada por la decisión de una de sus integrantes, que no puede olvidar la muerte de su hijo y continúa de luto, hay tópicos y preocupaciones fuertemente enlazadas con lo temporal y cómo esa variable afecta a las personas y sus cuerpos. Y Fontán siempre ha sido un cineasta del y por el tiempo, alguien que pone en cuestión las separaciones fáciles para pensar lo cronológico, proponiendo a cambio una sensibilidad donde es la duración y la continuidad la que define al ser humano, fundiendo el pasado, el presente y el futuro.

Pero El limonero real emprende en sí una búsqueda tímida, casi correcta incluso, donde Fontán reproduce en buena medida el conflicto central, sin zambullirse por completo en las profundidades del texto de Saer y por ende sin hallar esos focos imprescindibles para innovar a fondo. Más bien se preocupa por encontrar las coincidencias entre su perspectiva cinematográfica y la fuente literaria, con lo que el film ofrece una previsibilidad que en cierta forma le resta impacto. La separación, el quiebre, esa interpelación un tanto irrespetuosa pero sumamente necesaria no termina de aparecer. Esto no significa que el film carezca de méritos, porque Fontán no sólo es extremadamente hábil en la puesta en escena y un estupendo creador de imágenes repletas de significados y/o significantes: es también un director indudablemente interesado en sus personajes, en otorgarles una voz aún desde sus silencios o ausencias, para así indagar desde una materialidad inusual sobre esas concepciones casi abstractas -y a la vez muy palpables- que son el duelo y la melancolía. Fontán vuelve a demostrar que en el contexto del cine argentino actual nadie filma como él, que nadie más posee la capacidad para expresar con respeto y madurez una cultura que para muchos de nosotros permanece oculta, a pesar de estar ahí, presente y a la vista.

Fontán sigue siendo un gran narrador, alguien indudablemente preocupado por cada segundo y cada fotograma que componen sus films, pero su encuentro con Saer no termina de aportar un recorte realmente innovador. Y eso en parte atenta contra su cine: todo director está, tarde o temprano, condenado a seguir filmando la misma película una y otra vez, a repetir obsesiones, enfoques y rasgos formales, con lo que el desafío es introducir pequeñas reinvenciones dentro de su propia historia como realizador. A Fontán se le empieza a aparecer este reto y, viendo El limonero real, da la sensación que la búsqueda de ese reposicionamiento está presente, pero aún no termina de tomar forma. Lo que se impone es una continuidad que sólo por ahora funciona como garantía.