Hay novelas malas que dan buenas películas y los ejemplos en el cine son conocidos. Lo opuesto también sucede y ha dejado como resultado una gran cantidad de películas académicas, dispuestas a la ilustración obediente de un argumento inobjetable y de aparente importancia. Hay también casos más enrevesados y curiosos, donde la propia sustancia de una novela parece intraducible al lenguaje de las imágenes con sonidos. La literatura infilmable existe, y puede, bajo ciertas circunstancias, inspirar películas notables. El limonero real, de Gustavo Fontán, es una de ellas.
Cuando llegaron las primeras noticias de que un director de cine iba a filmar el venerado libro de Juan José Saer, los seguidores fieles del escritor santafecino se mostraron escépticos. Los guardianes de la obra de Saer deben haber pensado con razón que, si bien la materia narrativa de El limonero real es afable, las peripecias descriptivas que constituyen la estructura del texto deberían amedrentar a cualquier cineasta. La dilatada acción dramática del libro, su escasa apelación a la psicología, como asimismo su analítica obsesiva por la descripción autónoma de cada minúsculo suceso, inducen a desestimar una versión cinematográfica, en la medida que se busquen tanto en el cine como en la novela una exposición evolutiva de un relato con picos dramáticos y resoluciones finales susceptibles de edificación.
Fontán había demostrado en La orilla que se abisma una admirable capacidad para hallar una vía de traducción de los versos de Juan L. Ortiz en imágenes. Prácticamente sin citar al poeta entrerriano el cineasta se situaba en el ecosistema que inspiró al poeta y conseguía disponer imágenes y sonidos que dispensaban el efecto sensible de esa palabra poética. La existencia tocada de gracia por el mero estar entregado a la vitalidad sensual de la naturaleza no se divisaba en el filme como un retrato fidedigno. No hay allí ningún plano de una flor o de los camalotes del río fotografiados bellamente para conseguir mayor nitidez y descansar entonces en una mimesis fílmica de lo real que repitiera lo que el ojo sí podría ver si el observador estuviera atento. Fontán transformaba el encuentro con lo real (de J. L. Ortiz) en una experiencia perceptiva ligada al trance poético.
Este arduo procedimiento estético es el que también se pone en práctica en El limonero real. Si la dilación descriptiva del libro retiene al relato o más bien lo confina a un misterioso seguimiento de los actos mínimos desprovistos de importancia, Fontán encontrará cómo filmar ese sortilegio de la prosa de Saer que tiende a la poesía en una laboriosa operación en donde el sonido sugiere en su indeterminación el lugar de lo poético y la imagen retiene la lógica necesaria de un relato. Ver y oír en El limonero real adquieren otra valencia. El placer puede ser inmenso, pues se trata de una forma de habitar el mundo según la cual la experiencia sensorial reinventa la sucesión ordinaria de eventos desprovistos de un aparente sentido. Hay varias escenas que evocan ese éxtasis en lo cotidiano. La cena familiar con la que cierra el filme es una de tantas escenas magníficas: una simple reunión se transforma en un acontecimiento que mitiga la insignificancia.
A esta altura, el lector se preguntará de qué trata El limonero real. El relato transcurre durante un solo día. Wenceslao se despierta, va al baño, prepara el mate, habla con su mujer, visita a su hermano, almuerza con toda su familia, se baña en el río, duerme una siesta bajo un árbol y en la noche asiste a los festejos típicos que reúnen anualmente a los grupos familiares. Todo eso sucede bajo una difusa cualidad espiritual que tiñe secretamente el ánimo del filme. La mujer de Wenceslao está de luto y su tristeza es infinita. Todos los familiares conviven con esa tristeza y el deseo de que ella deje de penar. Quizás El limonero real no sea otra cosa que una forma peculiar de filmar el deseo de conjurar un duelo. En esa noche en la que se celebra un nuevo ciclo de vida, los comensales bailan y parecen felices.