Al otro lado del río
Filmar una novela supone un reto para cualquier director. Y si hablamos de una obra de Juan José Saer, es aún mayor. El limonero real refleja significativamente la palabra escrita por Saer en su libro homónimo.
Se desarrolla de igual forma que en el libro en las orillas de Colastiné, en Santa Fe. Wenceslao (Germán de Silva) se prepara para cruzar el río e ir a la reunión de fin de año que se celebra en la casa de su cuñada, pero la mujer de Wenceslao decide no acompañarlo. Ella aún se siente en medio de un riguroso luto desde hace seis años por el hijo que ambos perdieron en un accidente laboral.
La película no escasea en juntar detalles visuales y sonoros de la naturaleza a su máxima potencia, haciendo uso de la monstruosidad de esta misma como recurso descriptivo. Planos abiertos, travellings, planos secuencia y profundidad de campo ayudan a entender también el lado salvaje del escenario, el cual rodea a este grupo que convive aisladamente.
El film transcurre despacio por algunos momentos, pero llevado de forma perfecta, lo cual no es un concepto negativo, sino que lo habilita a manifestar cómo es la vida en las islas de forma pausada: los pobladores son diferentes y también lo son los estados de ánimo ante cada situación que viven o les tocó vivir. Tenemos a Wenceslao, quien se aleja de su casa y de su esposa, con la tristeza por la ausencia de ese ser que ya no está, y por el que aún está pero tampoco permanece a su lado. Y las actuaciones para comprender todo esto son correctas. Se siente en estos personajes toda la poesía que los rodea.
Podemos decir que el conflicto es mínimo, pero la experiencia y capacidad de Gustavo Fontán, su director, nos deja un film que conforma un universo exquisito de sensaciones, que pone de relieve a la ausencia, sin necesidad de vendernos espejitos de colores.