En su fábula sobre el llamado del origen, Jack London imaginó el camino inverso de un involuntario héroe. De la vida confortable en un hogar suntuoso a las exuberancias de la naturaleza, donde anida la esencia perdida en tiempos de modernidad. El relato implica cierta resistencia al reinante positivismo de comienzos del siglo XX. Su héroe es Buck, un perro malcriado en un hogar burgués, que en los años de la fiebre del oro comienza su travesía hacia los confines nevados del Ártico. Pese al intento de homenaje que este film delinea sobre aquel universo literario, su mirada reniega de una de sus principales fuerzas: el costado salvaje de la naturaleza. Esa aura temible de lo primitivo apenas se vislumbra en la simpática expresión de un perro humanizado, adherido en demasía al diseño digital. Sus encuentros con hombres brutales y fraternales animales tienen siempre un aire de programación antes que de sorpresa y peligro, como si ese viaje estuviera protegido por los comandos de un videojuego.
Aun en la presencia de Harrison Ford como un padre en duelo y en la pérfida irrupción de otros villanos humanos, la película explica en off cualquier signo ambiguo y no se aparta del ideario de una naturaleza domesticada, recurso al servicio de un perro que viaja lejos para terminar demasiado cerca.