Una aventura tan divertida como triste
Se le podrá criticar miles -millones- de cosas al sistema de producción Hollywoodense, pero hay que reconocerle que de vez en cuando entrega saludables paradojas. Por ejemplo ahora, justo en el año en que se estrenan dos películas como Ataque a la Casa Blanca y El ataque, ambas centradas en un atentado y toma de rehenes en la residencia presidencial estadounidense, con el seguro objetivo de resaltar la grandeza de ese gran país que es Estados Unidos, en el Día de la Independencia llega un film como El llanero solitario, un tanque inmenso que desde el western y la aventura viene a señalar con acierto los puntos oscuros de su construcción como Nación.
Hay que agradecerle a la saga de Piratas del Caribe, porque gracias al éxito que consiguieron con las primeras tres películas, la dupla de Gore Verbinski y Johnny Depp consiguió primero hacer Rango, un film animado con unas cuentas influencias del universo Pixar, una gran capacidad para crear climas casi oníricos, un humor muy ácido y una reescritura tan cariñosa como desopilante del spaguetti western; y luego esta película bien grandota, donde se nota a primera vista el desborde y se dicen unas cuantas cosas bastante incómodas para el imaginario estadounidense.
No es que El llanero solitario venga a proponer ideas completamente nuevas, pero su originalidad radica en el lugar desde el que lo hace: con un gran presupuesto detrás, altas expectativas de público, usando como vehículo a una propiedad conocida mundialmente y combinando el entretenimiento más puro con la reflexión melancólica. Desde el prólogo en San Francisco en 1938 -que constituye en sí mismo todo un tratado sobre la narrativa, los mitos y el artificio que los cimentan- ya se va estableciendo la pauta de que se contará un relato sobre cuestiones, personajes y lugares que ya no existen, que fueron arrasados por el “progreso”. Hay, es evidente, un intento de recuperar un tipo de aventura, una mirada sobre el Oeste y sus mitos, pero con la plena conciencia de que se está hablando a partir de un paradigma que se ha extinguido. Si analizamos el cine que ha realizado Verbinski en asociación con Depp, esto no es novedad: Piratas del Caribe ya tenía un punto de vista posicionado desde lo marginal, donde la figura del “pirata” era reivindicada y aunque había un tono donde predominaba lo festivo, tanto en la segunda parte como en la tercera se instauraba la noción de que los protagonistas estaban corridos hacia los márgenes no tanto por elección propia, sino más bien por un contexto económico y hasta político que buscaba liquidarlos, borrando su forma de vida, con una lucha donde incluso el mayor de los triunfos siempre implicaba una pérdida.
Con El llanero solitario, Verbinski retoma estas cuestiones y la labor de reinterpretación de Depp como Toro es central, incluso desde lo temático. En las mejores performances del actor siempre hay una vuelta de tuerca productiva para el papel, y este es un ejemplo, porque además del compromiso físico a través de la acción y el humor, hay también presente un pensar al “indio”, al “noble nativo americano” como alguien que no sólo es acompañante, sino que consigue erigirse como protagonista de su propia historia. Si el camaleón Rango tenía que atravesar unas cuantas peripecias y quedar fuera de todo para darse cuenta de que “ningún hombre puede huir de su propia historia”, Toro desde el comienzo ha quedado fuera de todo y todos, yendo en busca de esa historia, aunque termine encontrándola en el lugar (y en la persona) que menos esperaba.
Y ese algo (y alguien) termina siendo John Reid (y más tarde El llanero solitario), cuya encarnación por parte de Armie Hammer es central. Se había especulado bastante sobre quién iba a encarnar al personaje del título, surgiendo nombres como el de Timothy Olyphant, pero desde la primera escena en que aparece, queda en claro que se necesitaba a un actor con una mayor capacidad para la comedia física. Y por suerte Hammer está excelente, no se achica frente al carisma de Depp y eso permite que su personaje vaya desarrollando su hilo narrativo, que parte de la necesidad y la voluntad por erigirse en una figura representativa de la Ley (así, con mayúsculas), para luego desembocar en el aprendizaje del rol del héroe que pasa a representar la Justicia, que en el Oeste muchas veces (y aquí es un caso) se aparta de las normas establecidas por la “civilización”. Su camino se cruza con el de Toro no tanto porque compartan las mismas visiones, sino porque en el contexto están del lado de los perdedores, de los que no poseen el poder que da el dinero o la propiedad, de los que quedan fuera del tren del “progreso”. Ambos son las personas equivocadas: John es alguien del cual nadie (excepto Rebecca, el amor de su vida) espera nada, es el “hermano equivocado”, como lo llama el propio Toro; y este último hizo el trato equivocado, que derivó en una tragedia, convirtiéndolo en un marginal para los de su propia tribu.
Verbinski consigue transmitir la complejidad de estos conflictos repensando y reescribiendo nuevamente el western: si en Rango los referentes eran Sergio Leone y Clint Eastwood, El llanero solitario remite a algunos de los mejores filmes de John Ford, como Más corazón que odio, El ocaso de los cheyenes o Un tiro en la noche, sin caer en la mera cita superficial, sino tomando las mejores enseñanzas del gran maestro del western, transmitiendo un clima terminal sin caer en subrayados, deconstruyendo la Historia, utilizando con eficacia el fuera de campo pero sin dejar de decir las cosas por su nombre. Esto se complementa con la presentación de dos villanos excelentes (Tom Wilkinson y William Fitchner), cada uno brutal a su manera, lo que le agrega a la película una crudeza inusual para el tipo de cine al que pertenece. Y, principalmente, hay diversión, y mucha, de la mano de un par de escenas de acción que involucran trenes que son realmente magníficas, y una banda sonora -cortesía del gran compositor Hans Zimmer- que reactiva el sentido del serial original. Esto no es novedad en la filmografía de Verbinski, un cineasta con una particular habilidad para pasar de la comedia al drama, de las piruetas físicas a la brutalidad, del vértigo a la reflexividad, sin desbarrancar en el camino.
Con El llanero solitario, Verbinski y Depp van en busca de lo imposible: volver a contar un tipo de cuento en el que ya nadie parece creer, para decirnos que es necesario tener fe en determinados principios. Pese a los excesos del film (que se hace un poquito largo), esa voluntad de creer -por otra parte muy yanqui, y también muy emparentada con el espíritu del western- se impone con creces.