El sacrificio personal que hace un matrimonio joven y pobre para progresar es lo que sintetiza la realización de Hernán Fernández. Estas pocas palabras alcanzan para describir el proceso habitual que transitan las personas impedidas económicamente de acceder a una vida digna.
Con una puesta de escena austera, mínimos recursos técnicos, escenográficos, de vestuario, etc., tan necesarios para introducirnos en un ambiente humilde de un pueblito correntino, transcurre la historia de Sonia (Sonia Ortíz), que está embarazada, vive en una casita de madera sin agua corriente y quedó sola, ya que su marido tuvo que ir a trabajar a Buenos Aires.
Sus días son rutinarios. Hace los quehaceres domésticos, controles médicos, lecturas de la biblia con otras chicas y viajes en una camioneta de la suegra. De vez en cuando, en un momento pactado de antemano, va a un almacén que tiene un teléfono semipúblico, para esperar el llamado de Elías (Elías Aguirre), su marido. La distancia la acortan de ese modo y con alguna carta, también.
En la película que nos muestra en carne viva como escasea todo, sobra la paciencia. La procesión va por dentro. Es tan evidente que casi no hay diálogos, las palabras huelgan. Los silencios abruman. El sonido ambiente predomina, ya que no hay música. El relato es pesado, muy lento, no hay ni un mínimo espacio para el relax y la diversión. El director pone en pantalla prolongadas tomas con una mínima acción. Y, si lo considera necesario filma con cámara fija planos generales largos, para abrumarnos aún más y conseguir una empatía con la protagonista, qué, cómo todos los del elenco, no son actores, pero sus papeles lo interpretan con coherencia y seriedad.
Los kilómetros de distancia provocan sufrimiento, junto a la pobreza, pero ellos están seguros de ir por el camino correcto. Un áspero y tortuoso recorrido que, finalmente, haya valido la pena.