Pilas y pilas de billetes
Hacía años que no veíamos una película de Scorsese tan vital, tan atrapante, tan compleja y fascinante como El lobo de Wall Street. Parecía como si, finalmente aplastado por la conciencia de su propia importancia dentro de la historia del cine, Scorsese se hubiera querido dedicar a filmar películas serias, grandotas, dignas de figurar en el manual de historia en el que sabía que estaba entrando. Esto fue particularmente evidente con el paso de la "era Robert De Niro" a la era "Leonardo Di Caprio", que empezó con ese bodoque llamado Pandillas de Nueva York y siguió con películas más o menos correctas pero siempre un poco rancias como El aviador y La isla siniestra.
Una excepción en los últimos años fue Los infiltrados (película por la que ganó un Oscar), esa remake de una película coreana en la que entre idas y vueltas y firuletes podía sentirse un poco de aquel viejo placer por narrar que supo respirar el cine de Scorsese; pero al final no había demasiado ahí.
Las cosas cambiaron para mejor con El lobo..., en la que Di Caprio parece liberado de la conciencia de estar interpretando un personaje importante, profundo o históricamente significativo y en lugar de intentar salvar al mundo con su actuación se entrega gozosamente a un personaje exagerado, desequilibrado, ligeramente asqueroso pero siempre simpático. Toda la película respira ese aire ambiguo de condena moral y exaltación empática, de asco y fascinación, un magma que arrastra al espectador a lo largo de tres horas de una historia que sube, baja, vuelve a caer, va para adelante y atrás.
De alguna forma, al estar basada en hechos reales, El lobo... parece desligarse de toda responsabilidad: lo que se cuenta ocurrió y por tanto no tiene la obligación de resultar edificante o simbólico. Los hechos se suceden en la película uno atrás de otro como episodios encadenados por la ambición desmedida del personaje, pero no siguen la estructura rigurosa de un guión perfecto sino que se van apilando con la lógica entre azarosa y causal con la que las cosas simplemente pasan. También, al estar ambientada en las décadas de los ochenta y noventa, se desliga del mensaje sobre el presente.
Era un riesgo evidente: en un mundo post crisis del 2008, la historia de un corredor de bolsa inescrupuloso podía resultar un comentario de actualidad. Pero El lobo... no es eso. O por lo menos no es solo eso. La historia de Jordan Belfort, excesiva, ridícula, casi una parodia del relato del self-made man, es simplemente su historia y, sobre todo, es arcilla en las manos de Scorsese.
Uno de los elementos fundamentales que recupera Scorsese es el humor, un elemento nunca central pero presente en varias de sus primeras películas y que no veíamos prácticamente desde Buenos muchachos. Esta probablemente sea la película más cómica de Scorsese, con un humor que nace de los diálogos pero fundamentalmente surge de la puesta en escena, de los planos y del montaje, un humor puramente cinematográfico.
Una de las piezas fundamentales de El lobo... es Jonah Hill, en una de sus mejores interpretaciónes. Para quienes no se habían convencido ya con Supercool de que este chico sabe actuar, Jonah ya había demostrado sus "dotes serias" en El juego de la fortuna, gracias a lo cual recibió una nominación al Oscar como mejor actor de reparto. En El lobo... Hill está incluso mejor que en El juego..., porque logra incorporar a su personaje las puteadas, los diálogos cortados y molestos, toda una batería de herramientas cómicas (con cierto aire de improvisación) que él domina a la perfección.
Hay algo irregular, amorfo, variopinto en esta película, que la aleja de la categoría de "obra maestra" (de las que Scorsese tiene unas cuantas). En su lugar tenemos algo que posiblemente sea mucho mejor: una película viva, irregular, amplia, que puede pasar del comentario social a la parodia de televisión, a momentos deliciosamente absurdos, como la escena en la que Di Caprio drogado tiene que arrastrarse por una escalera para llegar a su auto.
Entre algunos momentos posiblemente más rutinarios se encuentran momentos grandes y muy diferentes entre sí, como el ralenti con música clásica de Jonah Hill en la mesa de pool o la gran escena (simple, clásica, pero no por eso menos excesiva) del almuerzo con el personaje interpretado por Matthew McConaughey.
El lobo de Wall Street tiene muchos más encantos que fallas y, sobre todo, tiene placer por filmar.