El árbol que tapa el bosque
Desde que ha sido adaptado al cine, el imaginario del Dr. Seuss ha tenido un problema mayúsculo: su excesiva carga alegórica, lo que convierte a cada película en una pesada muestra didáctica de no-cine. A excepción de la estupenda Horton y el mundo de los quién, el cine no ha sabido encontrarle la vuelta a un autor que, por otra parte, resulta casi inadaptable. En primera instancia, sus personajes hablan en rima y además aquellos que son los buenos, abusan de una actitud naif tan recalcitrante, que sólo una obra autoconsciente puede incorporar satisfactoriamente este universo. En la mencionada Horton… el personaje principal, el elefante, sostenía notablemente esa lógica interna y a su costado excedido en bondad le incorporaba una cuota de valentía y heroísmo que trasgredía el cuento original para contagiarlo de un espíritu épico a la usanza del cine. En el caso de El Lórax, en busca de la trúfula perdida, era la gente encargada de la atractiva Mi villano favorito (junto a los guionistas de Horton…) la empeñada en traducir el cuento en narración cinematográfica. Y en ese sentido, los resultados no podían ser más decepcionantes: El Lórax… funciona sólo por momentos, y se deja avasallar por una metáfora ecologista de tamaño extra-large, nunca diluida en ese amable aporte del cine: el cuento en movimiento.
El Lórax, en busca de la trúfula perdida avanza en dos niveles: por un lado tenemos al joven Ted, habitante de una ciudad-domo artificial donde todo es de plástico o se infla, donde el aire es comercializado por un malvado empresario, y donde la presencia de un simple árbol real es ya un elemento mitológico o de fantasía. Ese joven se entera que la chica de la que está enamorado se entregaría a quien le enseñe un arbolito, y emprende un viaje hacia el exterior de ese universo idealizado en busca de un misterioso personaje que debería saber dónde encontrar el último árbol vivo. En esa instancia es donde aparece la otra línea narrativa del film, que es el relato del hombre misterioso a Ted, sobre cómo él mismo fue el encargado de comenzar la destrucción del planeta tal como se lo conocía. Emprendedor, para producir un loco invento, taló todos los árboles de un hermoso bosque, ese que ahora sólo muestra troncos cortados y un cielo violeta oscuro. Tiempo presente y pasado se van fusionando progresivamente, hasta un desenlace en la veta optimista: como siempre en Dr. Seuss, está presente el mal, pero no tanto como una esencia malévola per sé, sino como un lugar al que se llega desde la ignorancia y las buenas intenciones.
Y más allá de su diseño visual atractivo, El Lórax… no funciona porque falla tanto narrativa como temáticamente. No hay nada de malo en una fábula ecologista, WALL-E lo era e incluso ha sido la obsesión de la obra de Miyazaki, pero el inconveniente es que el mensaje, la bajada de línea, es aquí tan grosera, que inhabilita cualquier complejidad. WALL-E o Miyazaki (otra vez) pueden ser ecologistas, pero hay otros niveles de lectura que tienen que ver con una mirada sobre la humanidad, un juego por la vía de los géneros, de la ciencia ficción al relato de aventuras. Son metafóricas. El Lórax… no, es una alegoría. Y, se sabe, no hay forma de ver otra cosa en una alegoría, es eso y listo: es el fin de la imaginación. Por eso, no vemos en esta película nada más que un mundo al que le hace muy mal que talemos árboles. Bien, aprendimos la lección y nos vamos a casa preocupados. Pero… ¿nos divertimos en el camino, nos emocionamos? Imposible. Salvo en aquellos momentos donde la historia viaja al pasado y conocemos a las criaturas que habitaban el bosque, un mundo de ositos y pececitos que funciona con la misma lógica lisérgica de los minions de Mi villano favorito, el resto de la película es una nulidad absoluta. Los personajes carecen de interés y volumen, el villano es uno de los diseños más feos del cine de animación reciente, los conflictos están mal definidos, y los números musicales son de lo más feo que se recuerde. ¿Y el Lórax? Bien, gracias. Es llamativo cómo el personaje que se supone central y que le da título al film, un peluche naranja de unos bigotazos amarillos que es como el representante de la naturaleza (ojo que baja desde arriba y rodeado de un haz de luz), se convierte apenas en una nota al pie, en un secundario sin mayor injerencia más allá de ser el reservorio moral del relato.
Aquel bosque, el de los ositos, patitos y pececitos, por su sola lunática presencia, ameritaba mantenerlo con vida. No hacía falta tanta alegoría para apagar tanta gracia. El Lórax, en busca de la trúfula perdida es un film incomprensible en el sentido de que tenía todo para ganar y lo pierde irremediablemente.